Mario tenía 59 años y se acababa de jubilar, tenía una vida tranquila, de vez en cuando viajaba a Portugal y sobre todo las motos, le encantaba buscar motos antiguas y arreglarlas. Por eso decidió comprarse una casa en las afueras que tuviera espacio suficiente para crear su taller de motos. Pero lo que en un primer momento parecía muy buena idea se convirtió pronto en una pesadilla.
Desde que se mudó a la casa, Mario había notado que había algo extraño en el lugar. A veces las luces parpadeaban sin motivo y podía escuchar ruidos extraños durante la noche. Sin embargo, pensó que eran cosas normales en una casa antigua y no le dio mucha importancia.
Pero una noche, mientras estaba en la cama tratando de dormirse, escucho unos pasos acercándose a su habitación. Al principio pensó que era Wilson, su perro, pero se dió cuenta de que estaba plácidamente dormido en su camita y que él no había oído nada porque seguía dormido.
Entonces, vio un a sombra en la puerta de su habitación, una sombra que parecía moverse con vida propia. Aterrorizado, trató de encender la luz de la mesilla, pero no funcionaba, le daba al interruptor una y otra vez y la lámpara no se encendía. La sombra se acercó cada vez más, hasta que pudo ver sus ojos y su boca abierta con una sonrisa macabra.
Mario intentó gritar, pero no pudo. De repente la sombra desapareció y se encendió la luz de la mesilla. Mario se levantó de la cama, Wilson también y le empezó a seguir por toda la casa, mientras encendía una a una las luces de la casa y buscaba por todas partes, no encontró nada fuera de lo normal.
Durante el día siguiente, Mario estuvo pensativo, no olvidaba lo de la noche anterior, se puso a revisar documentos que había en un cajón, les había echado un vistazo cuando se mudó a la casa, pero no les había hecho mucho caso. Entre los papeles que encontró, estaba el certificado de defunción de la hija del anterior dueño, la fecha era hoy, hoy hacía 5 años que la joven de 25 años falleció de una enfermedad larga y terrible para toda su familia. Esa fecha le erizo los pelos de la nuca.
A partir de ese momento, Mario empezó a experimentar más sucesos inexplicables dentro de la casa. Aparecían rastros de agua en el suelo, las puertas se cerraban de golpe e incluso encontró algunas de sus pertenencias en lugares extraños. Pronto, Mario se dio cuenta de que algo estaba pasando y que había algo oscuro en esa casa.
Decidió contratar a un grupo de investigadores paranormales para que examinaran la casa. Lo que encontraron fue aterrador: la casa estaba construida encima de un antiguo cementerio y había sido utilizada por un sacerdote para realizar rituales oscuros. Resultó que el espíritu de la hija del anterior dueño había sido invocado en uno de estos rituales y no podía encontrar la paz en ese lugar. Ella había empezado a atormentar a cualquier persona que ocupara la casa.
Mario huyó de la casa lo más rápido que pudo, pero nunca olvidó el terror que experimentó dentro de sus paredes. Desde entonces aprendió que hay ciertos lugares que deben ser evitados, y la oscuridad que vivió en la casa de las afueras de la ciudad fue un triste recordatorio de eso.
La primera nota que escribí a Sonsoles fue el 28 de julio, ese día llegué al pueblo, a la casa de mi abuela, que ahora era mi casa. Siempre me había gustado esa casa, pasé todas las vacaciones de mi vida en ella, primero con mis abuelos, luego solo con mi abuela, luego mi madre y luego sola.
No había nacido en ese pueblo, pero mis padres y mis abuelos si, mis cuatro abuelos, así que me sentía tan de pueblo que hasta heredé el mote de mi abuela “La churra”. En ese pueblo hice mis primeros amigos, tuve mi primer amor, en ese pueblo viví más de lo que he vivido nunca en ningún otro sitio.
El día 28 de julio llegué a casa, cansada, muy cansada. Había estado ingresada dos semanas en el hospital, y no era la primera vez. A veces pensaba que pasaba más tiempo en el hospital que en mi propia casa, por eso cuando llegaba al pueblo quería olvidarme de todo, disfrutar y ser feliz. Ese día ya sabía que me iba a morir, que no iba a pasar de ese verano, y le escribí la primera nota a Sonsoles, le dije gracias por ser mi amiga, solo eso. La escondí en un cajón que sabía que ella miraría cuando muriera.
Sonsoles no era mi única amiga, pero sí que creo que es la que más me va a echar de menos.
Cuando murió mi madre, de una forma estúpida, como solo puede ser un accidente fortuito, la casa fue para mí. No creo que nadie pensara otra cosa, yo era la que había venido cada día de las vacaciones. Mi hermano prácticamente no iba al pueblo, el tenía otros amigos, otra familia, otro lugar donde estar. Estuvimos unos años manteniendo la casa de mis padres entre los dos, pero solo eran problemas, así que la vendimos y con el dinero yo decidí arreglar la casa de la abuela, creo que en esos momentos pensaba que podríamos pasar nuestra vejez allí.
Sonsoles se encargó de todo, de diseñar las reformas, de decidir el suelo, las paredes, los electrodomésticos de la cocina, donde estaría la calefacción, y cuando llegué ese año en las vacaciones de semana santa ya estaba todo terminado. No le faltaba un detalle, hasta la cama dorada de mi abuela brillaba. Después, justo después cogimos el covid, primero mi marido, luego yo. Ya nunca nada volvió a ser igual, no es que antes fuera todo bien. Siempre he estado enferma, no sé muy bien porqué, a lo mejor porque fumaba, porque bebía, o porque no era feliz.
Volvimos al pueblo el 28 de julio, ese día ya sabía que me iba a morir, y sabía que iba a ser pronto. Dejé de tomarme la medicación, no se lo dije a nadie. Creo que Sonsoles, sospechaba, porque varias veces me preguntó que qué medicación tomaba, y yo siempre daba largas, y ella dejaba de preguntar.
Teníamos un perro al que queríamos como un hijo, ya sé que es absurdo, pero es así, no habíamos tenido hijos, ni perros, ni gatos ni nada, pero a mi madre siempre le habían gustado los buldog franceses, y cuando mi madre murió y tuve la oportunidad, adoptamos uno, que nos alegro la vida, a los dos, no solo a mí.
Cuando salimos del hospital con el covid, primero yo, luego mi marido, decidimos dejar de fumar. Mi hermano me trajo al perro, que lo tenía él, pero los dos estábamos tan cansados, que no podíamos sacarlo, no sé si eso influyó, pero al poco tiempo el perro murió, de cáncer de pulmón. En esos momento, de verdad que es muy difícil hacer como que estas bien, siempre como de broma, como que todo está bien, como que la vida es esto y hay que seguir con ella. Pero yo ya estaba cansada de vivir, de pasar un cáncer, de tener metástasis, de quimioterapia, radioterapia, estaba tan cansada de todo. De ir al hospital, tan cansada de enfermedades, de tristezas, de la muerte de mis padres, tan jóvenes los dos.
Sabía que antes o después volverían a ingresarme, cada vez me encontraba peor, pero no lo decía, siempre decía no, estoy mejor, me encuentro mucho mejor. Mentía para no preocupar a nadie, a mi familia, a mis amigos.
Pensé donde colocar la segunda nota, sabía que en el momento en que Sonsoles encontrara la primera nota, buscaría a ver si había más notas. Primero lloraría, pero luego entendería y buscaría más. Así que decidí numerarlas, cogí la primera nota y la metí en un sobre donde escribí NOTA PARA SONSOLES (1) así ella ya sabría que había más y que las buscaría.
Busqué sobres, no solía tener mucho material en el pueblo, y me acordé de cuando recibía cartas en el pueblo de mis amigas de Madrid, busqué, porque estaba segura de haberlas guardado en una caja. Las encontré, me seguía gustando esa caja, era una caja de madera, que había lijado, pintado y barnizado, era bastante grande. Fue una de las primeras cosas de artesanía que hice, ya tendría más de 20 años. Cogí los sobres, todos dirigidos a mí, y saqué las cartas, que volví a dejar en la caja. Solo me interesaban los sobres.
Sonsoles no era del pueblo, vino con su marido y durante mucho tiempo todo el mundo la llamaba “La gallega”, se ganó a todo el pueblo con su alegría, su simpatía y sobre todo por su capacidad para trabajar. Yo creo que ya nadie se acuerda que no era del pueblo, ahora es del pueblo.
En la segunda nota quería decirle lo que quería que se hiciera con mis cenizas, pero pensé que ella no sería la receptora de ese mensaje, así que una noche como quien no quiere la cosa le dije a mi marido que cuando yo me muriera echaran mis cenizas en las tres cruces, le dije ¿Me lo prometes? Y él me dijo que sí, pero no sabía que se lo decía porque iba a tener que hacerlo pronto.
Ese día me puse a pensar quien iría al tanatorio, ¿A cuál me llevarían? ¿De qué hablarían? ¿Llorarían?
La segunda nota fue fácil, la desee lo mejor, desee que en su vida fuera feliz, que sus hijas y su marido fueran felices, que su vida fuera plena, sin enfermedades, sin penurias, la desee que viajara, que conociera mundo. Sonsoles nunca había salido de España, la desee que conociera todo lo que quisiera conocer, que viera todo lo que quisiera ver, y que lo hiciera pronto.
Me puse a pensar en mi familia, escasa, éramos tan poca familia y con tan poca relación. Imaginaba que todos se reunirían por mí. Imagino que en el pueblo.
Ya tenía claro que iban a ser cuatro notas, pero también tenía claro que la cuarta nota debería ser especial. En la tercera nota le dejé la receta de las rosquillas de mi abuela, era de las pocas cosas que hacía en la cocina que me salían mejor que a ella. Siempre me pedía la receta y yo le decía que se la daría cuando me muriera. Va a ser terrible cuando la lea, ahí sí que no dejará de llorar. También le quería decir que cuidara de mi marido, de mi casa, pero se que lo hará sin que yo se lo pida, así que para que gastar una nota.
Después de unos días en el pueblo, volví a Madrid, y me ingresaron, ya lo sabía yo, pero parece que a la gente la sorprendió. En dos únicos días me morí, no sé si saben muy bien de que, de todo, de todo, me morí de todo. Y una vez muerta, de nuevo en el pueblo, escribí la cuarta nota a Sonsoles.
“Querida Sonsoles, esta es la última nota que te escribo, si la estás leyendo es que ya me he muerto y estas en casa buscando la última nota. Pues es esta, solo quería abrazarte por última vez, así que gírate.”
Sonsoles se giró a su espalda, me miró, gritó de pánico y corrió hacia la puerta. Sigo esperando su ultimo abrazo.
Fotos:
Mario Alfonso, @peaton_pulse, Viaje en agosto de 2022
Uno de mis desvelos prioritarios se fundamentaba en prestigiar la labor profesional del boticario, hablo en pasado porque ya hace tiempo que me encuentro en la Torrecica, que es como se llama la cárcel donde estoy en la actualidad. Considero que la figura del boticario no está valorada suficientemente en cuanto a su labor sanitaria. La gente, imagino que sin maldad alguna sino por el maldito mostrador y su fácil accesibilidad, tiende a pensar que la simple dispensación de un medicamento, no lleva detrás una ardua tarea de conocimientos farmacológicos.
Hoy día la atención farmacéutica, llevada a cabo en un despacho, está colaborando en gran medida a eliminar la imagen despachadora del profesional farmacéutico, cambiándola por la de su auténtica razón de ser: consejero sanitario, y así llegan vecinos que me dicen “Don José, que me recomienda para la tos, que me recomienda para el dolor de barriga, que me recomienda para las migrañas o para lo que sea” Es como si mis conocimientos farmacológicos solo sirvieran para recomendar…
A estos desvelos les tengo que unir que la limpiadora de la Farmacia, Dolores, lleva de baja cerca de un año y la ha sustituido Bernarda, una mujerona que cuando atraviesa el dintel de la botica nubla el sol y que, además, es un auténtico torbellino, la llaman “La pilila” nunca he sabido el porqué de ese mote, pero así responde cuando la llaman “pilila”
Como se da la circunstancia que por temas de horario la Pilila no puede venir en horas que no sean las de atención al público, he tenido que soportar estar junto a ella la mayor parte del tiempo que estoy en la botica, y lo que es peor, soportar algo que me desagrada profundamente: la simultaneidad de su labor con el barrido y fregoteo de Bernarda, que para más inri no deja de parlotear y cantar, canta muy bien, por cierto, pero no deja de ser muy molesto. Además ese tono de voz estridente y tan alto y continuo, sin parar un solo minuto.
Bernarda me trae de los nervios, es que “No puedo ni mear”, y eso aunque os parezca exagerado no lo es para nada, resulta que la Pilila pega la oreja, la hebra y está en una permanente escucha o no, que a veces pienso que se lo inventa, pero el caso es que la conduce a meterse en todo.
Ayer, aprovechando que Luis el mancebo había salido por cambio al bar de al lado, me fuí al aseo y al salir, me encontré con que Bernarda, muy orgullosa, había despachado una cajita de aspirinas y un chupete. ¿A quien?, le pregunté, francamente alterado y me dice con toda su pancha “Ha síopá la pelirroja, la panocha der quinto, que traía mucha bulla”.
-¿Qué panocha? le dije gritándola.
-La cuñá de Isidoro, erder quiosco de pipa, a la que paese que se la caío en la cabesa la olla del asafrán.
-¿Y qué le has cobrado?
-Lo ha dejao a debé, pero aunque é un chocholoco es güenapagaora.
Este suceso es demostrativo de lo atacado que me pone esa mujer. Llevaba un año aguantando sus parloteos, sus cantos, su falta de respeto a mi y a mi labor de boticario. Así que cogí una llave inglesa que tenía debajo del mostrador por si alguna vez venía un cliente con malas intenciones y la empecé a golpear en la cabeza, una vez y otra y otra, así hasta la pilila dejó de hablar… y de moverse. Cuando acabé solo pensaba en que todo ese desaguisado lo tendría que limpiar yo.
Así que me senté en la silla detrás del mostrador y esperé a que viniera alguien a pedirme opinión. Empecé a oír gritos fuera de la botica, y dos mujeres trajeron a dos guardias de la benemérita mientras le gritaban “ha sio el falangista, ha sio el falangista” y así me enteré que me llamaban en el pueblo el boticario falangista.
Narración: Eva Saez @zenalmor
Fotos: Mario Alfonso @peaton_pulse
Localización: Botica en algún pueblo del Norte de España, Diciembre 2021.
Hoy 27 de Julio de 1982, el diario Seixal ha publicado: “Muere Carolina Ângelo, una de las dos asesinas de la familia Solaris en 1933”. Este diario siempre se ha caracterizado por usar unos titulares que poco o nada tienen que ver con la realidad.
Me llamo Carolina Ângelo, tuve una hermana, Beatriz, que murió en 1937 de inanición, llevaba en el manicomio de Setúbal desde 1933 y desde entonces se negó a comer. Los médicos le dijeron a mi madre que era de anemia, pero yo sabía que se murió de pena por no estar conmigo.
Mi madre, que se llamaba Gertrudis, había tenido tres hijas, la mayor la entregó al poco de nacer en una inclusa y nunca supimos nada de ella. Solo sé que la pusieron de nombre Gertrudis como ella. Tenía solo 10 meses más que yo, y mi madre al nacer yo, pensó que ella era más fuerte y saldría adelante y se quedó conmigo.
Durante mi niñez, mi madre no me quería y mi padre venía por las noches borracho, muy borracho y tampoco me quería. En 1909 nació mi hermana Beatriz, y era lo más bonito que había visto nunca. Yo tenía 4 años y mi hermana se convirtió en mi todo y yo en su todo.
En 1925, nuestra madre, Gertrudis se enteró que en la casa de los Solaris, estaban buscando criadas, y fue con nosotras dos a ofrecernos para el trabajo. Las dos teníamos experiencia como criadas, pero no habíamos estado en una casa tan grande y nos cogieron a las dos. Únicamente vivían allí, el señor, la señora y su hija.
Siete años después, fue el asesinato. Los diarios de la época lo describieron así:
El 2 de febrero de 1933, al anochecer, el señor Solaris -abogado y vecino de la pequeña ciudad de Setúbal, al noroeste de la llanura central de Portugal- corrió alarmado a su domicilio de la calle Outeiro de Saude: desde su despacho había llamado repetidamente por teléfono a su mujer y a su hija sin obtener respuesta.
Era de noche cuando llegó. La puerta principal de la casa tenía el cerrojo echado por dentro y la de servicio había sido atrancada. Envolvía al edificio en un silencio impenetrable. El interior estaba a oscuras. Sólo una débil luz se escapaba por las rendijas de la ventana del cuarto de las criadas, procedentes de un arrabal campesino, Carolina y Beatriz Ângelo, que llevaban siete años al servicio de la familia Solaris.
Los policías Mello y Breyner forzaron la entrada y penetraron en la casa. He aquí, en su seco lenguaje, lo que vieron: «Los cadáveres de la señora y la señorita Solaris yacían en el suelo espantosamente mutilados; el cadáver de la señorita estaba boca abajo, con las faldas subidas y las bragas bajadas y tenía grandes heridas en los muslos; el cadáver de la señora yacía boca arriba, con los ojos arrancados, sin boca ni dientes. Las paredes estaban cubiertas de cuajarones de sangre. En el suelo había huesos, dientes arrancados, un ojo, horquillas, botones, un llavero y un paquete deshecho».
Los policías forzaron la puerta del cuarto de las criadas, era su primer caso de asesinato pertenecían al recién creado PIDE (La Policía Internacional y de Defensa del Estado fue la policía secreta del Estado Novo en Portugal, liderado durante su mayor parte por António de Oliveira Salazar. En ese primer año de vida, no se sabía muy bien donde asignarles y a Mello y Breyner, que en 1933 tenían 21 años fueron asignados a ese caso). Las dos hermanas, desnudas y abrazadas, estaban acostadas en una de las camas. En sus brazos había sangre seca. Ante el comisario de policía se confesaron autoras del crimen sin el menor nerviosismo.
Beatriz lo narró así: «Cuando la señora entró le dije que no me había dado tiempo a repasar la plata. Entonces ella intentó atacarme y yo le arranqué los ojos con los dedos. Mejor dicho, yo no salté contra la señora, sino mi hermana; yo ataqué a la señorita Margarita y fue a ella a quien arranqué los ojos. Carol fue quien arrancó los ojos a la señora. Yo bajé a la cocina y cogí un martillo y un cuchillo. En una mesita había una mano de almirez y la empleamos también. Mi hermana y yo nos intercambiamos varias veces los instrumentos… No me arrepiento de nada, o no sé si me arrepiento. Prefiero haberlas matado antes de que ellas nos mataran a nosotras. No hemos premeditado nada. No odiaba a la señora, pero no toleré el gesto que tuvo conmigo».
Este gesto, de singular relevancia en el espeso misterio que desencadenó la carnicería, fue un simple «¿Y bien?» pronunciado por la señora Solaris para pedir a Beatriz explicaciones de por qué no habían limpiado la plata. La propia Beatriz añadió sobre la inquietante endeblez del motivo: «Nada teníamos contra ellas. Hace demasiado tiempo que somos criadas, eso es todo. Tuvimos que demostrar nuestra fuerza».
Las dos hermanas, sorprendentemente dueñas de sí mismas durante los interrogatorios, se derrumbaron súbitamente en el momento de ser separadas. Se entrelazaron y hubo que emplear la fuerza para desanudar su abrazo. Entre alaridos fueron encerradas en dos celdas individuales.
Según los informes periciales, eran vírgenes y jamás tuvieron ningún tipo de relación con ningún hombre. «Cada una vive únicamente con la otra, pero en este afecto no hay razón para encontrar razones de tipo sexual. No hay indicios de ninguna anomalía física o mental en ellas». Las hermanas, de 28 y 24 años, perdieron el ciclo menstrual a partir del día del crimen.
El juicio de las hermanas Ângelo, celebrado en la Audiencia de Setúbal, creó en la opinión pública portuguesa una sorda sensación de malestar. En las ramificaciones de un hecho tan excepcional como éste fue imposible encontrar ni un solo indicio de excepcionalidad.
Se acumularon en miles de legajos, uno sobre otro, infinidad de detalles cotidianos atrozmente comunes, que eran tanto más insoportables cuanto que cualquier familia con una criada a su servicio reconocía como propios.
De esta manera, el móvil de uno de los actos más salvajes de que hay noticia tenía que ser rebuscado entre los entresijos de la vida en un hogar cualquiera de la burguesía tradicional portuguesa.
Por ejemplo, los guantes blancos que la señora Solaris usó una vez para comprobar si había polvo en los muebles después de una limpieza adquirieron la magnitud de los grandes nexos causales en los grandes acontecimientos. Un papel en el suelo, un gruñido, una mirada insolente, un cruce hosco en la escalera, el silencio de paredes adentro, ese «¿Y bien?» mortal.
Eso era todo: ningún rastro de odio, ninguna pasión, ni un solo acto despiadado, duro o sojuzgado, ninguna cualidad. Los Solaris eran personas diferentes y su comportamiento con las hermanas Ângelo entró siempre en los límites establecidos de la corrección.
Por su parte, las hermanas Ângelo eran tímidas, introvertidas, dóciles y aceptaban su condición. No se registró en las complejas interrelaciones existentes entre las cuatro mujeres ni un solo acto generador de violencia, un despecho que deje rastro, una anomalía persistente, nada. O al menos nada susceptible de ser aislado del conjunto de sus vidas, lo que dio inesperadamente a éstas, consideradas como totalidad, la oscura, inaceptable función de sustituir al móvil.
El edificio jurídico occidental se resquebrajó: una vida, la totalidad de una existencia, se erigía insolentemente como una carcoma en los subterráneos del derecho procesal, en causa profunda, más allá del alcance de los códigos.
Bueno, pues eso realmente no fue así, pero para que decir nada si nadie nos iba a creer. Jamás se descubrió móvil alguno del crimen. El fiscal basó su alegato en la imagen de dos perras rabiosas que muerden la mano del amo que les da de comer. Los defensores coincidieron en la rutina de irresponsabilidad por demencia.
Los jueces, perplejos, impotentes, se vieron forzados a sentenciar sin convicción, en la misma frontera del absurdo: pena de muerte, conmutada por reclusión en un manicomio, a mi hermana Beatriz, y 10 años de cárcel a mí.
No quisimos recurrir la sentencia y nos negamos en rotundo a dar las gracias a nuestros abogados defensores, ¿porque íbamos a hacerlo? Gertrudis nos puso a trabajar desde que éramos unas niñas como criadas. Debió pensar que algo de culpa tenía, porque desde el juicio estaba muy presente, me vino a visitar a la cárcel. Primero vino cuando el juicio que aún estábamos las dos juntas, y la llamamos madame, como llamábamos a la señora Solaris, como ella nos había dicho una y otra vez que debíamos llamarla. Creo que mi madre fue la que nos instigó a matar a la señora Solaris y a su hija, aunque creo que se lo merecían.
En el manicomio de Mafra, donde la internaron, Beatriz se negó a comer y, poco antes del estallido de la II Guerra Mundial, murió de anemia. Su informe se perdió en el incendio del manicomio, a causa de un bombardeo de la aviación aliada durante la ocupación nazi, o eso le dijeron a mi madre cuando fue a visitarla y le dijeron que había muerto. Cuando mi hermana murió yo lo perdí todo. Salí de la cárcel el 3 de febrero de 1943, hacía 10m años que le habíamos sacado los ojos a la madame. Tenía una maleta pequeña donde guardaba todas mis cosas y las de Beatriz, iba vestida de negro, guardando luto por mi hermana, me despedí del guardián de la prisión, y volví a nuestra casa, de la que no he salido hasta hoy, que me he muerto.
Historia:
Eva Sáez.
Fotografía:
Mario Alfonso
Localización:
Lisboa, Portugal. Pequeña vivienda desocupada posiblemente en los años 80.
Eran muy pocas las niñas que se quedaban a comer en aquel colegio católico y femenino al que asistí en mis años infantiles. Las que nos íbamos a casa las mirábamos con cierto desdén compasivo al dejar atrás ese tufo de abandono que nos parecía que desprendían.
Nosotras salíamos por las puertas de caballerizas del edificio y bajábamos corriendo la calle Santa Isabel impulsadas por el hambre de libertad y de comida de madre que nos esperaba al llegar a nuestro hogar. Atravesábamos la Glorieta de Atocha contentas como unas pascuas, dejando atrás los oscuros muros de grueso granito del Hospital San Carlos tras cuyas puertas de solidos barrotes negros algunas comentaban que se habían visto a lo lejos, en el patio interior de suelo terroso, a mujeres vestidas con sucias camisolas blanquecinas y largas melenas deshechas, vagando como espectros de las enfermas psiquiátricas que habían habitado las frías salas de la Institución. En un suspiro, bajando por Santa María de La Cabeza, llegábamos a casa.
Al entrar en aquella vivienda del tercer piso nos recibía el frescor de las habitaciones en penumbra en verano o el aire templado por la calefacción en invierno. Íbamos atravesando olores por los espacios. El olor a botica del despacho de mi padre, el de pelo de muñeca y virutas de lápiz de las habitaciones de los niños, el del perfume de Maderas de Oriente de mi madre del dormitorio, para terminar con el ansiado aroma a guiso de la cocina. Allí, de pie, trajinando en los fogones estaba ella con un delantal de volantes sobre el vestido estampado. Mi madre era una mujer de una clásica belleza española. Con el pelo largo y negrismo con bucles agitanados y el busto desbordando el escote. Siempre admire aquella belleza que la Naturaleza no me tenía reservada. En esa casa no solíamos darnos besos ni al llegar ni al salir y ella, que era una persona básicamente liviana, siempre parecía nerviosa y perdida en otras muchas preocupaciones.
En primavera, algunos días, al llegar se percibía un aroma distinto que me llenaba de alegría. En el carro de la compra junto con los víveres, desde el mercado mi madre había traído un enorme ramo de lilas. Lo había comprado en un puesto del primer piso situado cerca de la pescadería donde además se vendían chucherías, juguetes de plástico de pequeño tamaño y collares de cuentas de colores chillones. El manojo estaba graciosamente colocado en un búcaro de porcelana en la mesa del comedor. El conjunto de flores malvas destacaban con su explosión de tonalidad entre el verde ramaje que los acompañaba. Desprendían un olor dulce, fresco y espeso. Yo me acercaba y aspiraba unos minutos que nunca eran suficientes hasta que el perfume me atravesaba y conseguía retenerlo para evocarlo más tarde. En esos momentos imaginaba a mi madre comprando las flores sabedora de lo que significaban para mí, aunque nunca lo hablásemos ni hubiese posibilidad de esa certeza. Me maravillaba que ella, tan practica y ocupada, hubiese reparado en tener un gesto tan carente de utilidad que yo pensaba estaba solo a mi dedicado. Aunque esto último no fuese cierto yo me quedaba transida de una ternura que era solo mía.
La comida transcurría con una escueta conversación perdida entre vaguedades cotidianas. Mis hermanos, todos menores que yo, discutíamos y nos incitábamos como niños que éramos. Mi madre se ocupaba de nosotros sin caricias, un poco ausente.
Antes de marcharme yo siempre volvía a mis lilas fragrantes. Su olor me acompañaba por las cuestas que se extendían hasta llegar a la escuela por la que subían otras niñas casi siempre acompañadas por sus progenitoras. Yo arrastraba a mis hermanos tras de mi rumiando la vergüenza de esas soledades. Nunca sabría mi madre que ese camino de cada día me hacía sentirme huérfana de su compañía tan ansiada.
Al llegar al colegio, las niñas de comedor nos recibían pintando y jugando entre ellas y yo, ya alejado aquel desprecio, las miraba sintiendo una complicidad secreta de ausencias imperdonables.
El 26 de septiembre hará 10 años que me morí, y no se porqué sigo atada a esta casa, a Villa Manolita, imagino que porque los años más felices de toda mi vida han pasado aquí, no lo se, aquí aprendí a caminar, a hablar, a nadar, a montar en bici, aquí me enamoré, aquí me casé, aquí jugaba partidas eternas de ajedrez con mi hermano Paco, aquí mis hijos aprendieron a caminar, a hablar, a nadar, a montar en bici, aquí se enamoraron, se casaron,…en fin supongo que por todo ello sigo pegada a esta casa.
Mis padres, Francisco y Manuela compraron esta casa en 1916, mi hermano Paco, 3 años mayor que yo no comía, y en una de sus múltiples visitas al doctor Paredes, les dijo a mis padres que para que Paquito se pusiera fuerte y comiera deberían irse a la sierra. Y mis padres, ni cortos ni perezosos decidieron ir en búsqueda de casa en Torrelodones.
Paredes que fue nuestro médico hasta que dejó de ejercer porque tenía Alzheimer, aunque en aquella época aún no se llamaba Alzheimer, solo se decía que estaba senil, bueno pues el que hasta entonces fue nuestro médico, tenía una fe ciega en lo que él llamaba el aire puro de la sierra, y creo que cuando dejó de ser nuestro médico yo ya me había casado, así que sería más o menos en 1941, ya después de la guerra.
En 1916, en Torrelodones se había creado una colonia (La Colonia) donde se habían construido muchas casas tipo chalet, como decimos ahora que estaban preparadas para gente de bien, que en teoría éramos nosotros. La verdad es que no solo miraron en Torrelodones, también en Villalba, incluso Las Rozas, pero mi madre me dijo que Torrelodones les enamoró, la Fuente del Caño, la Atalaya, y sobre todo Villa Manolita. Mi padre vio que la casa estaba en venta y que se llamaba como su madre, mujer a la que mi padre adoró hasta el día de su muerte, y no se lo pensó más, quería vivir en Villa Manolita.
Así que mis padres en el verano de 1916 se trasladaron desde Madrid a pasar grandes temporadas en Torrelodones.
Yo nací el 13 de Julio de 1917, mi madre Manuela se trasladó a Madrid unos días antes para que el parto se pudiera celebrar con mayor seguridad, a los pocos días mi madre volvía conmigo y desde ese verano de 1917 no he dejado ni un solo verano de disfrutar de Villa Manolita.
Mi hermano y yo dormíamos en los cuartos de arriba, al lado del despacho de mi padre, mi padre era un prestigioso abogado y desde su llegada a Torrelodones se convirtió también en una ayuda legal para muchos de los vecinos de la colonia. Supongo que por eso en Torrelodones hay una calle con su nombre y otra con la de mi madre: Don Francisco Lencina y Doña Manuela López. Los dos hicieron mucho por el pueblo, sobre todo durante los años de la guerra, que toda la familia nos trasladamos a vivir aquí, huyendo de los bombardeos y el hambre de Madrid.
El papel de Torrelodones durante la guerra civil es bastante desconocido, pero sin embargo fue un enclave muy importante en batallas como la de Brunete. La zona de los Peñascales, estaba llena de trincheras, ametralladoras y pozos de tiradores. Mis padres me tenían prohibido acercarme allí, pero yo tenía 16 años y una curiosidad enorme, por lo que muchas mañanas me escapaba con Encarna y las dos íbamos a vigilar, la mayoría de los días no pasaba nada, de hecho incluso conocimos a algunos de los soldados que estaban allí y nos ofrecían conversación y algún cigarro. Antes de mediodía teníamos que estar en Villa Manolita porque sino se darían cuenta de que faltábamos.
Encarna se convirtió en mi mejor amiga, en mi confidente, en mi todo. La guerra me daba miedo. Mi hermano estuvo en Brunete, y aunque podía venir todos los días, o casi todos a dormir a casa, yo hasta que no le veía por la noche y me contaba que tal había sido el día no podía descansar. Encarna era la hija de nuestra cocinera, tenía un año menos que yo, y mis padres habían decidido que se quedara en Villa Manolita junto a todo el servicio. Ella dormía en el sótano, junto a sus padres y hermanos menores que todos vivían en nuestra casa. La verdad es que gracias a ellos, comíamos todos los días, teníamos gallinas, conejos, cerdos, vacas,… plantaban todo lo que pudiera ser comible, patatas, tomates, cebollas, ajos, lechugas, cardos (que yo no sabían que existían) hasta borrajas, que yo no había visto nunca que se comieran, pero Asunción, la madre de Encarna las hacía exquisitas.
En la casa durante la guerra, vivíamos muchos, mi hermano Paco se había casado justo antes de empezar la guerra con Consuelo, y ella y sus padres y su hermano Sebastían, que era de mi edad y estaba asustado con la posibilidad de que le llamaran a la guerra se trasladaron a Torrelodones, aquí el bombardeo no era en la calle, se oía más lejano y teníamos comida. Teníamos tanta comida que mi madre creo una asociación y repartía comida entre los habitantes de Torrelodones, a lo mejor por eso le pusieron a ella una calle.
Un día mi hermano vino con otro soldado, se llamaba Fernando, Fernando Suarez y era ingeniero de caminos. Ese mismo día le dije a Encarna ayer conocí a mi futuro marido. Y así fue, nuestro noviazgo duró lo que duró la guerra, en 1941 nos casamos y mi familia quiso que fuera en Torrelodones y así fue. Nos casamos el 4 de junio de 1941 en la iglesia parroquial Asunción de Nuestra Señora, nos casó el párroco Don José Manuel Serrano García, yo le había conocido ya hacía dos años, llegó a hacerse cargo de la parroquia al finalizar la guerra, era muy joven, casi un niño, venía a casa a menudo a hablar con mi padre. Lo primero que hizo al llegar es conseguir que la parroquia volviera a su ser, durante la guerra la iglesia se había convertido en un taller de reparación de vehículos, desde 1936 hasta 1939, no había ningún sacerdote asignado a la iglesia, se comentaba en el Club, que era donde se hacía partícipes a los torresanos de las noticias que pasaban en Torrelodones que el obispo Leopoldo Eijó y Garay había nombrado a Don Domingo Crespo Rosales titular de la iglesia, pero en los tres años nunca apareció por allí, por lo que se utilizó como taller.
Los milicianos convirtieron la parroquia en almacén y taller para la reparación de sus vehículos, hicieron un foso rodeando la parroquia para que no se pudiera acceder fácilmente, al menos con los vehículos, saltar el foso se convirtió en el deseo de casi todos los niños de Torrelodones, que íbamos allí cuando no había nadie, algunos nos veían pero les hacía gracia, yo recuerdo que incluso me ayudaron a saltar.
Durante la guerra pasaron cosas, en 1932 había llegado un maestro a la escuela que se llamaba Mariano Cuadrado. La escuela era la de niños nº 1, la nº 2 era la de niñas, y en aquella época solo podía haber maestros para niños y maestras para niñas. Nosotros aún no vivíamos allí, seguíamos en Madrid, pero mis padres y Mariano Cuadrado se hicieron muy amigos durante el verano de 1932, venía a casa con mucha frecuencia a comer los sábados y los domingos. En mi familia nos acostumbramos a que Mariano comía con nosotros los sábados y los domingos y cuando faltaba alguno preguntábamos por el. Tras la victoria del Frente Popular fue elegido alcalde en marzo de 1936. En esa época ya si vivíamos allí.
Antes de la guerra, Mariano organizó la Escuela de Verano del Partido Socialista Obrero Español, fue todo un evento en Torrelodones, todos fuimos a escuchar a Besteiro y a Largo Caballero en Agosto de 1933, y en aquella época que no sabíamos que iba a pasar todos aplaudimos a rabiar.
Durante la guerra, Mariano organizó la protección de más de 5000 refugiados, algunos pasaban una noche en nuestra casa, el sótano se tuvo que habilitar para que algún refugiado pudiera descansar alguna noche, todo lo organizaba el, mis padres se dejaban hacer. Cuando llegaron Consuelo y su familia mi padre consideró que mejor no pasaran allí más de una noche, pero algunos se quedaban hasta una semana, y algunos como el poeta y su mujer estuvieron casi un mes.
Al finalizar la Guerra Civil Mariano fue detenido el 27 de marzo de 1939 e internado en la cárcel de los Carmelitas en El Escorial, siendo condenado a muerte en Consejo de Guerra y fusilado el 15 de septiembre de ese mismo año en el cementerio de La Almudena de Madrid.
La verdad es que el tiempo de la guerra fue muy triste, a lo mejor yo no lo viví como mis padres o mi hermano, seguía teniendo mi pandilla, seguíamos reuniéndonos en el Club, es cierto que a veces faltaba alguien, a veces solo hablábamos de Madrid, todos o casi todos nos habíamos trasladado a vivir a Torrelodones pensábamos qué por nuestra seguridad, ahora después de tanto tiempo, no se si fue lo mejor o no, pero así fue.
El Club, era un centro para los veraneantes de Torrelodones, realmente para los de la Colonia, aunque nosotros no poníamos ninguna traba a que viniera cualquiera, si que había unas normas que impedían que los torresanos no pudieran entrar, eso se eliminó durante la guerra, aunque al finalizar volvió otra vez a tener restringida la entrada a los que no fueran veraneantes.
Durante la guerra el club se convirtió en el centro neurálgico de Torrelodones, todo el mundo iba allí a recibir noticias de los que estaban en batalla, allí mi padre daba asistencia legal a quien se lo solicitaba, allí mi madre y Asunción iban todas las tardes a llevar comida para quien la necesitara. Allí nos reuníamos todos los jóvenes que no estábamos en la guerra. Allí nos enterábamos si algún camión había cogido a alguno de nosotros para llevarlo a la guerra…
Los republicanos situaron su cuartel general en un chalet que llamábamos “El canto del pico” debido a que su posición, esta en lo alto de una montaña permitía divisar todas las localidades alrededor de Torrelodones. A ese punto lo llamaban posición “Lince” y nos encantaba ese término, a veces jugábamos a la guerra en el club y siempre había alguien que se pedía ser el lince.
Cuando conocí a Fernando dejé de ir al club, al menos con tanta asiduidad, a veces acompañaba a mi madre y a Asunción cuando repartían comida, tenía que ir a por agua todos los días hasta un pozo, el pozo tenia un motor que hacía que el agua subiera hasta nuestra casa, pero necesitaba de electricidad y durante la guerra nos quedábamos muchos días sin electricidad, y además hacía mucho ruido, por lo que decidimos en mi casa que sacaríamos el agua en cubos y lo almacenaríamos en nuestra casa. Durante esa época en Torrelodones no había alcantarillado, había unos pozos negros que se tenían que vaciar, y durante la guerra eso era peligroso, por lo que muchos días nadie lo hacía y un olor nauseabundo impregnaba todas las calles de la colonia.
La guerra cada vez era peor, recuerdo que cuando atacaban con las bombas nos íbamos a pasar las noches al puente de Guadarrama (conocido actualmente como el Puente de Herrera), íbamos todos los que podíamos cargando colchones. En esos momentos, yo le pedía a Santa Rita que no nos pasara nada, así que cuando terminó la Guerra mi madre compró una Santa Rita muy grande para la capilla de Torrelodones, edificada por Andrés Vergara (actualmente la Capilla del Carmen, que pertenece a la Parroquia de San Ignacio de Loyola) Mi madre dejó de llevar comida al Club, en casa cada vez éramos más para alimentar, los animales habían desaparecido, nos los habíamos ido comiendo poco a poco, el huerto también desapareció, a veces llegaban militares y arrasaban con todo.
Encarna y yo empezamos a ir a Galapagar a comprar lentejas, era lo único que se podía comprar y vendía paquetes de cartas para los soldados que estaban en el frente. Los sobres nos los traían en sacos de Madrid, de la oficina de mi padre y así pasamos la guerra, Fernando venía muy a menudo, a veces con mi hermano, a veces solo, pero durante la guerra floreció nuestro noviazgo.
Quise estudiar derecho, como mi padre, pero en aquella época a las mujeres nos resultaba muy complicado acceder a la universidad, así que me decidí por estudiar idiomas y fui aprendiendo contabilidad en el despacho de mi padre.
Después de mi boda con Fernando volvimos a vivir a Madrid y todos los fines de semana volvíamos a Villa Manolita, la casa había tomado una entidad propia, todos decíamos, ¿Vamos a Villa Manolita? ¿Nos vemos en Villa Manolita?… y cada vez nos costaba más volver a Madrid. Cada fin de semana se alargaba, cada verano, cada semana santa, cada Navidad. Empezamos a tener hijos, tres cada uno y el tiempo seguía pasando.
Un día en verano, sería 1967 o 1968, vino un hombre a casa, era alemán y no hablaba prácticamente español, así que mi padre tuvo que esperar a que yo fuera a Villa Manolita a entenderme con él. Se trataba del hijo de Ernst Toller, el “poeta” como le llamábamos nosotros. El poeta vino con su esposa que en aquella época no tendría ni 20 años, Christiane Grautoff se llamaba. Estuvieron un mes con nosotros en los tiempos en los que Mariano Cuadrado Fuentes nos organizaba el refugio de alguno del comité de refugiados para que pasara la noche en Villa Manolita. El caso del poeta y su mujer fue diferente, Ernst se hizo rápidamente amigo de mi padre, hablaban de política, del fascismo, de Hitler, de libertad, recuerdo esas cenas en las que fascinada le escuchaba como con su acento alemán explicaba las cosas en un perfecto español. El hijo de Ernst que se llamaba igual que su padre, emocionado abrazó a mi padre y le comunicó que su padre se había ahorcado en Estados Unidos y que les había dejado una carta con una serie de instrucciones y una de ellas era traer su VEB, que es como llamaba a su coche, a Paco el español, como el llamaba a mi padre. El coche de un precioso color rojo, que mi padre guardó en el garaje de Villa Manolita y nunca volvió a salir de ahí. Ernst hijo, pasó unos días con nosotros, fue una visita agradable, aunque solo se podía comunicar conmigo, y tampoco es que mi alemán fuera muy allá. Vivian en Estados Unidos, sus padres estaban separados y parece que eso le había afectado mucho a su padre que dejó de tener interés por la vida, o eso pensaba su hijo.
En Septiembre de 1975 se casó mi sobrino Paquito, hijo de mi hermano Paco y su mujer Consuelo. Fue el primero de los nietos en casarse, luego vinieron los cinco restantes. Todos se han casado y todos lo han celebrado en Villa Manolita. Desde 1975 a 1982 casi salíamos a boda por año. Y luego empezaron a venir los nietos. Mi padre solo conoció a su primera nieta, a Julia, a los demás ya no los conoció. Mi madre, los conoció a todos, a los 15, pero no creo que al final de su vida fuera capaz de reconocer a ninguno de ellos, ni a mi hermano ni a mi, solo conocía a Consuelo, que ya hacía tiempo que la llamábamos Chelo, y que siempre desde la guerra mi madre y ella habían hecho muy buenas migas.
Mi madre murió en 1992, con un Alzheimer muy avanzado, pero murió aquí, donde hemos muerto todos, bueno mi hermano no, mi hermano murió en Madrid en el Gregorio Marañón, de un infarto con complicaciones. Cuando Paco murió Chelo se vino a vivir a Villa Manolita conmigo y Fernando y con mi madre. Ya éramos tantos en casa que algunos empezaron a alquilarse primero, y luego comprarse casas en Torrelodones, y solo se venía a Villa Manolita a celebrar los cumpleaños, que eran muchos, nochebuena, navidad y alguna otra fecha señalada. Y la paella, la paella de los domingos que era sagrada…. Todos venían, todos… los nietos venían ya con novios, luego empezaron a venir con hijos…
Mi cuñada Chelo murió en 2008, y la familia decidió dejar aquí su urna funeraria, todos sus hijos dijeron que era el lugar del mundo donde había sido más feliz y que ella querría que así fuera, la verdad es que nunca nos dijo nada sobre esto, pero a todos nos pareció bien, cuando Chelo murió yo ya tenía 91 años, pero estaba perfecta. Me quedé sola en Villa Manolita, mis hijos y mis sobrinos se turnaban para que no estuviera sola y todos los días venia alguno y muchas veces mis nietos con algún biznieto.
Villa Manolita seguía en pie. Los dormitorios de arriba, el despacho de mi padre, el sótano donde alojamos a tantos refugiados, donde siempre dormía el servicio. Ahora ya no había servicio, hacía muchos años que nadie que no fuera de la familia dormía en Villa Manolita. Venia un jardinero todos los viernes a arreglar el jardín, la fuente se iba estropeando pero seguía con agua y siendo el centro del jardín.
El 26 de Septiembre de 2011 me morí, y desde entonces sigo ligada a Villa Manolita, llevo diez años viendo como exploradores, que es así como se llaman entre ellos, vienen a mi casa, cada vez más, como alguno viene solo después y se lleva algo, he visto como la fuente se ha ido rompiendo y nadie ha venido a arreglarla, como han dejado de arreglar el jardín, he visto como una nevada enorme ha hundido el despacho de mi padre, he visto como a las dos habitaciones de arriba se les caía el techo… he visto como venía gente a analizar la casa y a valorarla… y sigo aquí pegada a Villa Manolita, pero aún no he descubierto ¿porqué?
Nota de los autores:
Esta historia se ha escrito después de una larga investigación partiendo de los pocos documentos que pudimos observar en la preciosa villa. Partiendo de hechos reales, se ha novelado un poco la historia para rellenar la poca información de que disponíamos.
Si los herederos o familiares leyeran esta corta historia, pedimos perdón por adelantado y esperamos que no se enojen por la historia que hemos expuesto siempre desde el respeto.
Para mi como explorador, comentar que es una de los lugares que he visitado que más me ha llenado, por la historia y la atmosfera de decadencia que hacían que el lugar no fuera de este tiempo.
La primera vez que le ví estaba detrás de unas probetas, le miré y pensé “es guapo para estar aquí”, yo creo que el también me miró, pero siempre lo negó. Estábamos en ese momento en el Pabellón 5, al lado del laboratorio farmacológico.
Ese día llevaba 3 años, 2 meses y 17 días sin dejar de llorar, lamentándome de mi suerte. Los médicos lo intentaban todo conmigo, pero no conseguían apaciguar mi tristeza; había una monja Benedictina, me lo decía ella continuamente, creo que las benedictinas son más monjas que las otras, que me había tomado como su proyecto personal y me sacaba todas las tardes a pasear, y yo me dejaba hacer, sabía que mi vida no iba a mejorar y que iba a estar encerrada en la leprosería toda mi vida.
El 14 de marzo de 1972, 3 meses antes de mi boda, cogí una sartén de la lumbre y no me quemé, mi madre gritó y yo no me di cuenta de lo que había hecho, cuando vi la sartén en mi mano, la solté. Mi madre llamó al médico del pueblo y este vino a casa, pero ya todos en mi casa lo sabíamos. Sabíamos que lo que yo tenía era lepra. En mi pueblo Parcent había habido mucha lepra, todos teníamos algún familiar que lo había tenido, llegó a haber 60 enfermos de los 800 habitantes que tenía Parcent en 1936. Luego llegó la guerra y la postguerra, y el hambre, y la lepra dejó de ser importante. Pero todos sabíamos que estaba allí, rodeando el pueblo y que alguna vez volvería.
No es que fuéramos médicos, pero sabíamos que la enfermedad afecta mucho a la piel, que se pierde el tacto, y que no sientes ni el frio ni el calor de la misma forma. Me puse enferma cuando era la modista más famosa del pueblo. Tenía 26 años cuando supe que tenía lepra. En el pueblo estaba muy mal visto. Mi novio me dijo que lo sentía mucho pero que no podía casarse con una leprosa. Me tuve que ir. Primero a Madrid y desde allí me dijeron que tenia que ir a “sanarme” utilizaron esa expresión a un Lazareto. No había oído nunca que era un lazareto, mi hermano esa misma noche me dijo que era una especie de hospital para leprosos y también para tuberculosos.
El pueblo donde se encontraba la leprosería se llamaba, Hornillos. Hornillos es probablemente el pueblo que más curas tiene por metro cuadrado. En los años 50 y 60, época de familias numerosas, era muy habitual que los vocacionistas vinieran a llevarse chicos y chicas en estos pueblos. Los más pequeños de la familia eran los que solían salir. Los mayores seguían ayudando en el campo y los más críos quedaban liberados para estudiar.
Cuando llegué a la leprosería, sin dejar de llorar ni una sola noche, entablé conversación con señoras del pueblo que venían a ayudar, iban cubiertas como si fueran momias, o al menos así había visto yo en alguna película, y me contaban que antiguamente Hornillos era mucho más Hornillos que ahora, cuando me lo contaban decían con orgullo que había habido ocho rebaños de ovejas, dos carpinterías para carros, una herrería, dos ultramarinos, una escuela con más de 70 niños y niñas y, por supuesto, aquí había una cantera de alevines que -como las de estos lares- sirvió para engrosar las filas de la Iglesia, lo último que decían es que había un convento de benedictinos y una leprosería, esto último lo decían como susurrando.
Tardé poco en acostumbrarme a la leprosería a que dijera buenos días y me contestaran «con Dios», a ir a misa todos los días y a rezar el rosario todas las tardes mientras la madre benedictina me sacaba de paseo.
Y fue llegar en ese autocar, que parecía que íbamos pasajeros “normales” pasando bosques y bosques y de repente ver un cartel que ponía “Instituto Leprológico” y fue empezar a llorar y a llorar y a llorar y así he estado 3 años, 2 meses y 17 días, hasta que detrás de unas probetas vi a Emilio y pensé que era guapo para estar en la leprosería.
Ese día ya tenia 29 años, prácticamente no tenía síntomas visibles de mi enfermedad, en este sanatorio habían empezado muy pronto a utilizar Dapsona, al menos conmigo, de una forma experimental por lo que no tuve mutaciones externas visibles, que al menos en los años que hablo es lo que más rechazo producía.
En la leprosería de Hornillos, había de todo: hospital, cine, telares, cárcel, talleres, imprenta, laboratorio, farmacia, bar, estafeta, estanco, baile, camposanto…, y me dispuse a recorrer todos los rincones con Emilio.
El lazareto disponía del mejor quirófano de la comarca, muchos paisanos de los alrededores nacieron en él, y por esa razón vino Emilio, acababa de finalizar medicina en la universidad de Alcalá de Henares, donde habían trasladado a 20.000 estudiantes de la Universidad Complutense de Madrid. Emilio había empezado tarde a estudiar, tenía ya 26 años y cuando le ofrecieron la plaza para estar en el quirófano de la leprosería no se lo pensó, el sueldo estaba bien y la lepra no le daba ni miedo ni asco. Y es que, pese a que el lazareto se ideó, en pleno siglo XX, a la antigua, como recinto sellado y aislado donde albergar la enfermedad maldita la vida imparable consiguió penetrar en él algunas veces, y enfermos y sanitarios a veces nos encontrábamos y empezábamos una vida juntos.
Nos casamos en la capilla del pueblo. No fue nadie. Sólo mis hermanos, mis padres seguían sintiendo rechazo a la enfermedad y no se acababan de creer que yo estuviera bien. Nadie de la familia de Emilio quiso ni siquiera conocerme. Vivimos en la leprosería casi 10 años, los más felices de nuestra vida. Nacieron nuestras dos niñas, gemelas y guapas, sin ningún atisbo de la enfermedad. El miedo que pasamos en el parto, no lo sabe nadie, pero cuando nos dijeron que las dos estaban bien, fue un alivio. En aquella época no se sabia que la lepra no era hereditaria, pero yo si sabia que yo no lo podía contagiar y que Emilio no era susceptible de ser contagiado, el me decía que yo era bacilífera, y yo le creía porque para eso él era médico.
Durante los diez años que vivimos allí, yo retomé mi trabajo de modista y empecé a hacer ropa a las enfermas que se encontraban allí, pero también a enfermeras y monjas, que tenían que vestir de calle y al cabo de dos años, tenía clientas que venían incluso de Madrid, vinieron a que les hiciera vestidos, estas traían la revista con el vestido que querían, algunas incluso traían la tela, que siempre era lo más difícil de conseguir en la leprosería, porque aunque había un telar era difícil conseguir que los colores y los dibujos salieran como en la revista.
Los sábados a las 8 todo el mundo iba al baile, en primavera y verano, las rosas estaban esplendorosas, había jazmines, incluso alrededor de la cocina había buganvillas que me parecían las flores más bonitas que había visto nunca, me dijeron que eran unas plantas que crecían cerca de las playas, y que había un camarero que las había plantado y que habían agarrado muy bien. El baile era lo mejor de la semana, todo el mundo iba al baile, a veces incluso algunos enfermos tocaban y todo el mundo bailaba.
Los domingos ponían cine, intentaban poner películas que no hicieran sufrir a los enfermos, mucha comedia de Fernando Esteso y Pajares y de Paco Martinez Soria. La verdad es que era una vida feliz, pero las niñas tenían ya cuatro años y aunque yo les había enseñado a leer, pensábamos que deberían ir a la escuela, y a mi ya me habían dado el alta. Emilio podría encontrar otro trabajo. Empezaba el calor, y pensamos que las niñas podrían empezar en la escuela en septiembre.
Como cada verano desde que nos casamos Emilio y yo íbamos a Parcent a ver a mi familia unos días. Aunque el pueblo no tenia playa estábamos muy cerca del mar y las niñas disfrutaban mucho. Mis padres ya se habían acostumbrado a que no teníamos ninguno lepra y nos trataban con normalidad. Después de unos días Emilio y yo decidimos volver a Hornillos y empezar a buscar otro destino laboral, y pensamos que las niñas estarían mejor durante el calor en casa de mis padres con mis hermanos que eran más jóvenes que yo y aún no estaban casados.
La vuelta fue extraña, era 1985 y en Hornillos había vuelto un misionero de Filipinas, donde parece ser que había mucha lepra, y allí a los leprosos les enviaban a la “isla de los muertos vivientes”, que realmente era una prisión. Se llamaba isla de Culión, en teoría aún pertenecía a España y eran muchos los misioneros que acababan allí y que se volvían medio locos. Y este era el caso del padre Damián, no se si ese era su nombre verdadero o se hacía llamar así por el padre Damián de la Isla de Molokai.
El padre Damián empezó a venir a la leprosería todos los días a dar misa, al principio todos éramos bien venidos, pero poco a poco, a los que no teníamos lepra se nos excluyó. Se creó una especie de secta que eran los del “pabellón 5”, y los que no estábamos en ese grupo, éramos increpados e incluso a Emilio le tiraron piedras.
Un día apareció pintado en la pared de nuestra casa “Hijos de Satanás” y ahí empezamos a asustarnos. Me acerque al monasterio benedictino a informarme sobre el grupo “el pabellón 5” y me dijeron que el famoso padre Damián, que también estaba contagiado de lepra, les había dicho que solo los hijos de Satanás se curaban de la lepra, y que había que luchar contra ellos porque estaban poseídos por el demonio. Me aconsejaron que huyéramos, que fuéramos a por nuestras hijas y no volviéramos.
No nos dio tiempo, cuando llegué a nuestra casa, habían cogido a Emilio, le habían crucificado y estaba ardiendo junto a todas nuestras cosas, al menos 50 personas le rodeaban y le gritaban “Muérete, hijo de Satanás, muérete”… Grité… y todos se volvieron hacia mi… corrí…corrí….pero me rodearon, me sujetaron y el padre Damián me sonrió y dijo “muere hija de Satanás” y me clavó un cuchillo en la yugular…
Repentinamente me desperté y estaba tumbada sobre algo realmente frío, frío y duro. Me habían hablado tan bien de este hospital, estaba considerado el mejor hospital en traumatología, así que esperé y esperé hasta conseguir que la Doctora Arjonilla me aceptara.
Me estaban haciendo un reemplazo de cadera y alguien estaba levantando mi pierna y moviéndola en todas direcciones. Solo sentía dolor, mucho dolor, no estoy segura de lo que estaban haciendo con ella, solo era capaz de sentir un dolor inmenso. Entonces me di cuenta y pensé: Dios mío, estoy despierta.
Sentí un terror inexplicable. Jamás en mi vida estuve más asustada. Lo único en que podía pensar era si no se darían cuenta, si seguirían moviéndome la pierna, solo trataba de decir “estoy despierta, estoy despierta”, pero no podía mover ni un solo músculo.
Fue terrible. No podía gritar. Ni siquiera podía mover mis brazos o mis piernas. Estaba haciendo lo posible, realmente aterrorizada. Debí estar así durante unos tres o cuatro minutos, no sabía que me pasaba y empecé a recordar todo el proceso que me había llevado hasta ese quirófano, recordé las pruebas que me habían realizado, el preoperatorio, hasta que llevaba más de 24 horas ingresada en ese horrible hospital porque el cirujano había pensado que era mucho mejor que me pusieran mis propias plaquetas antes de la operación.
Recordé el tiempo esperando antes de que me bajaran en la cama de la habitación, recordé que me dejaron aparcada en la puerta del quirófano al menos una hora, recordé que oía a los médicos y enfermeras hablando animadamente, y que yo me sentía realmente asustada.
Recordé cuando metieron la cama en el quirófano, el frío que hacía dentro, que me ayudaron a pasarme de la cama a la camilla dura, recordé que estaba desnuda y que me moría de frío, recordé que una enfermera me tapó con una sábana y me preguntó que como estaba y que rápido llegaría la cirujana.
Recordé al anestesista, que ya le había conocido en el preoperatorio, pero que solo me preguntó que cuanto pesaba y que me pareció desagradable y que me miró pero no me habló, se limitó a manipular una máquina que estaba en la cabecera de la camilla.
Recordé una cabeza que se acercaba mucho a mi, me dijo que era la cirujana que se llamaba Teresa Arjonilla, y que me iba a operar colocándome una prótesis que me ayudaría a caminar mejor, no podía dejar de oler su aliento a tabaco y a anís, y pensé que esperaba que lo hiciera bien, a pesar de que hubiera bebido porque estaba realmente asustada.
Recordé que el anestesista me dijo que pensara en algo agradable que así soñaría con cosas bonitas, y yo no podía dejar de pensar en la película The ring, que habían echado la noche antes en la televisión, y me costó mucho dormir porque esas películas de terror psicológico me asustan mucho.
Entonces no se si lo recordé o simplemente lo deduje que me habían puesto una droga paralizante y que esa era la razón por la cual no podía mover ni un músculo. Algo debió pasar en ese momento, les oía hablar de que les costaba poner algo, de que estaba gorda y que era difícil acceder, y que me tendrían que poner morfina, y en ese momento dejé de tener dolor, en ese momento me dormí.
Cuando me desperté, me encontraba en el mismo quirófano, pero estaba vacío no había nadie, había un silencio sepulcral, miré a ver si seguía teniendo la vía, pero no era capaz de verme el brazo, no sentía nada, intenté tocarme la cadera, pero no era capaz de moverme, no sentía nada, no sentía mi cuerpo.
No se cuanto tiempo pasó, yo seguía sin poder moverme y seguía siempre sola, no entendía porque no venía ninguna enfermera o auxiliar, no podía gritar, pero al menos no me dolía nada…
Cada vez que me despertaba notaba que el quirófano había envejecido, se estaba estropeando y nadie hacía nada, no lo entendía. Un día oí voces, eran 3 adolescentes con pintas de raperos que llenaron todo el espacio de pintadas con sprays, empujaban las cosas, tiraban al suelo utensilios y finalmente hicieron un fuego. Ellos no me veían.
Y entonces me di cuenta, de que en el quirófano no me pusieron morfina, en el quirófano me morí…
Era la tercera reunión a la que iba, en ninguna de ellas había hablado pero escuchaba con interés lo que los otros miembros decían.
Hoy era especial, había decidido contar porque empecé a beber, se lo dije a mi ayudante, a él no le gusta que digamos padrino, le suena a la mafia, el me había dicho que me tomara mi tiempo, que lo importante era seguir con mi proceso de recuperación y que siguiera los doce pasos.
En esta asociación, el formato era la presentación y se pasaba directamente al testimonio de un miembro y después del testimonio todos podíamos compartir nuestros pensamientos.
Oí mi nombre, sentí una angustia terrible en el pecho, pero me levanté y me subí al pequeño escenario que había. No éramos muchos, seríamos 8 o 9 miembros, y de hecho había dos que no había visto en las otras dos reuniones, pero conocían a los demás.
Les miré a la cara, y me presenté, y ahí me fui a negro, mi cabeza empezó a llenarse de recuerdos, un bombardeo de imágenes, de sonidos, de miedos.
Volví a mi casa con mi padre y mi hermano. Mi hermano tenia discapacidad intelectual moderada, es decir que podía hacer cosas pero siempre nos miraba a mi o a mi padre para que le dijéramos si lo que hacía estaba bien. Mi padre bebía, mucho, cada vez bebía más, y gritaba a mi hermano, le llamaba idiota y le insultaba y yo me sentía cada vez peor, peor por mi hermano, porque mi padre ya no me importaba.
No se si porque mi padre bebía, porque no me gustaba lo que hacía, porque no me gustaba que insultara a mi hermano, yo también empecé a beber. Tenia 11 años cuando empecé a beber.
Mi hermano y yo íbamos al colegio juntos, aunque el tenía 14 años, estábamos en la misma clase y nos sentábamos juntos. Se había decidido eso para que yo pudiera ayudarlo. Estábamos en quinto de EGB cuando pasó todo.
Yo llevaba ya más de tres meses bebiendo diariamente, al principio solo fue para probar, para ver porque nuestro padre lo hacía todos los días, pero luego me gustó ver como me hacía sentir el alcohol.
Llegamos del colegio y nuestro padre estaba en casa, no era lo normal, desde que nuestra madre muriera hacía cinco años, una vecina venía todos los días, nos arreglaba la casa, y nos dejaba la comida y la cena de cada día. Ella venía por la mañana, cuando no estábamos ninguno y cuando llegábamos a casa ya se había ido. A veces cuando mi padre estaba muy mal, mi hermano y yo nos íbamos a su casa, tenia un hijo de siete años y hacía muy buenas migas con mi hermano.
Mi padre, a pesar de que siempre estaba borracho, por las mañanas seguía trabajando en la serrería, según avanzaba el día bebía, y cuando llegaba a casa, seguía haciéndolo. No bebía en los bares del pueblo, siempre lo hacía en soledad en nuestra casa.
Ese día empezó a gritarle a mi hermano según llegamos a casa, le insultaba y le decía que le estaba robando sus botellas. Ahí me di cuenta que tenía más control del que yo pensaba de sus botellas. Mi hermano se puso a llorar, que era algo que hacía mucho cuando le gritaban. Eso ponía más furioso a mi padre y entonces empezó a pegarle. Yo nunca había visto que le pegara, y me lance sobre él como una furia, mi padre se cayó ante mi embestida, y se golpeó la cabeza con el piano, perdió el conocimiento. Mi hermano no dejaba de gritar, y vino nuestra vecina, abrió la puerta con su llave.
A mi hermano y a mi, nos separaron, no lo he vuelto a ver, ni a mi padre tampoco. Yo he ido pasando de un centro de menores a otro, y en todos ellos he tenido problemas con el alcohol. Me dijeron que mi hermano había vuelto a casa de mi padre. No lo se, yo lo único que siento cada vez que me acuerdo de ese día, es que si no hubiera empujado a mi padre, yo hubiera podido seguir con mi hermano.
Todo eso es lo que me vino a la cabeza, pero me senté y no pude decir nada…
Se que la casa sigue en pié, mi padre y mi hermano murieron los dos, el mismo día y la vecina a la que pregunté me dijo que ella no sabía nada. Cuando ellos murieron yo tenía solo 15 años.
La leyenda comienza cuando un par de jóvenes se enamoraron y terminan por decidir casarse. El joven era guarda forestal y animados por la madre naturaleza y deseando no tener que depender de las demás gentes y llevar una vida aislada acordaron buscar alojamiento y refugio fuera de la población y se aislaron en una zona de pinares en los montes próximos, la única población que había cercana era el poblado de Villaflores.
El poblado de Villaflores era un poblado de nueva creación, había pertenecido sucesivamente a las familias de los Cárdenas, los Ibarra, los Cortizos y desde 1.882 a la condesa de la Vega del Pozo, y de esa época es la leyenda. La condesa se rodeó de una colonia agrícola con escuela y ocho viviendas para los trabajadores, en poco tiempo el poblado se convirtió en una localidad bulliciosa y alegre, donde los lugareños hacían fiestas y eventos.
Los jóvenes convivieron felizmente durante varios años, hasta que el joven comenzó a sentirse indispuesto en un principio, para luego, conforme iban transcurriendo los días ir agravándose las molestias. El hombre acudió al poblado de Villaflores en busca de expertos que le pudieran aconsejar sobre la forma de curar su enfermedad y aunque distintos sanadores y curanderos le estuvieron observando, y no viendo nada advirtiéndole que seguramente debía ser que su mujer le estaba envenenando por algún motivo. El buen hombre no se los creía, pues amaba a su esposa y esta se comportaba normalmente como siempre la había hecho desde que se casaron.
No obstante, los comentarios en el pueblo seguían abundando e incluso se le dijo que su mujer se había enamorado de un molinero y estaba procurando envenenarle poco a poco para al final poder abandonarle e irse a convivir con el molinero en cuestión.
A pesar de todos los comentarios que recorrían el poblado que le continuaban diciendo que la mujer le estaba dando bebedizos y comidas envenenadas, el marido seguía sin estar convencido y no quería creerse de tal ofensa de las gentes del pueblo. Pero lo cierto es que el hombre cada vez se encontraba más enfermo y su salud fue empeorando y llegó un momento en que pensó que iba a morir y, pensando que si moría su mujer se uniría con el molinero, decidió finalizar con esta situación, por lo que un día en que su mujer regresaba a casa tan contenta y amable como siempre, ya, exasperado y destruido mentalmente agarró a su mujer y echando sus dos manos al cuello la ahogó y luego el mismo se mató, muriendo abrazado fuertemente a su mujer.
Al tiempo, en una de las ocasiones en que un cabrero pasaba por el lugar se encontró allí con el matrimonio muerto y ambos abrazados tumbados en el suelo, por lo que el cabrero procedió a enterrarlos juntos y así agarrados.
Desde esta acontecimiento en toda la provincia de Guadalajara se dice que en las noches de invierno y cuando existe una gran tormenta, se suelen escuchar diversos lamentos de un fantasmas, mitad hombre y mitad mujer, que inducen a que los vecinos sientan un enorme terror y todo hombre y mujer decide siempre rodear los pinares para no encontrarse con el doble fantasma.
Fotos:
Mario Alfonso
Historia:
Eva Saez @zenalmor
Localización:
Asentamiento de Villaflores, Guadalajara, fotos realizadas 2013.
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