Mario tenía 59 años y se acababa de jubilar, tenía una vida tranquila, de vez en cuando viajaba a Portugal y sobre todo las motos, le encantaba buscar motos antiguas y arreglarlas. Por eso decidió comprarse una casa en las afueras que tuviera espacio suficiente para crear su taller de motos. Pero lo que en un primer momento parecía muy buena idea se convirtió pronto en una pesadilla.
Desde que se mudó a la casa, Mario había notado que había algo extraño en el lugar. A veces las luces parpadeaban sin motivo y podía escuchar ruidos extraños durante la noche. Sin embargo, pensó que eran cosas normales en una casa antigua y no le dio mucha importancia.
Pero una noche, mientras estaba en la cama tratando de dormirse, escucho unos pasos acercándose a su habitación. Al principio pensó que era Wilson, su perro, pero se dió cuenta de que estaba plácidamente dormido en su camita y que él no había oído nada porque seguía dormido.
Entonces, vio un a sombra en la puerta de su habitación, una sombra que parecía moverse con vida propia. Aterrorizado, trató de encender la luz de la mesilla, pero no funcionaba, le daba al interruptor una y otra vez y la lámpara no se encendía. La sombra se acercó cada vez más, hasta que pudo ver sus ojos y su boca abierta con una sonrisa macabra.
Mario intentó gritar, pero no pudo. De repente la sombra desapareció y se encendió la luz de la mesilla. Mario se levantó de la cama, Wilson también y le empezó a seguir por toda la casa, mientras encendía una a una las luces de la casa y buscaba por todas partes, no encontró nada fuera de lo normal.
Durante el día siguiente, Mario estuvo pensativo, no olvidaba lo de la noche anterior, se puso a revisar documentos que había en un cajón, les había echado un vistazo cuando se mudó a la casa, pero no les había hecho mucho caso. Entre los papeles que encontró, estaba el certificado de defunción de la hija del anterior dueño, la fecha era hoy, hoy hacía 5 años que la joven de 25 años falleció de una enfermedad larga y terrible para toda su familia. Esa fecha le erizo los pelos de la nuca.
A partir de ese momento, Mario empezó a experimentar más sucesos inexplicables dentro de la casa. Aparecían rastros de agua en el suelo, las puertas se cerraban de golpe e incluso encontró algunas de sus pertenencias en lugares extraños. Pronto, Mario se dio cuenta de que algo estaba pasando y que había algo oscuro en esa casa.
Decidió contratar a un grupo de investigadores paranormales para que examinaran la casa. Lo que encontraron fue aterrador: la casa estaba construida encima de un antiguo cementerio y había sido utilizada por un sacerdote para realizar rituales oscuros. Resultó que el espíritu de la hija del anterior dueño había sido invocado en uno de estos rituales y no podía encontrar la paz en ese lugar. Ella había empezado a atormentar a cualquier persona que ocupara la casa.
Mario huyó de la casa lo más rápido que pudo, pero nunca olvidó el terror que experimentó dentro de sus paredes. Desde entonces aprendió que hay ciertos lugares que deben ser evitados, y la oscuridad que vivió en la casa de las afueras de la ciudad fue un triste recordatorio de eso.
Uno de mis desvelos prioritarios se fundamentaba en prestigiar la labor profesional del boticario, hablo en pasado porque ya hace tiempo que me encuentro en la Torrecica, que es como se llama la cárcel donde estoy en la actualidad. Considero que la figura del boticario no está valorada suficientemente en cuanto a su labor sanitaria. La gente, imagino que sin maldad alguna sino por el maldito mostrador y su fácil accesibilidad, tiende a pensar que la simple dispensación de un medicamento, no lleva detrás una ardua tarea de conocimientos farmacológicos.
Hoy día la atención farmacéutica, llevada a cabo en un despacho, está colaborando en gran medida a eliminar la imagen despachadora del profesional farmacéutico, cambiándola por la de su auténtica razón de ser: consejero sanitario, y así llegan vecinos que me dicen “Don José, que me recomienda para la tos, que me recomienda para el dolor de barriga, que me recomienda para las migrañas o para lo que sea” Es como si mis conocimientos farmacológicos solo sirvieran para recomendar…
A estos desvelos les tengo que unir que la limpiadora de la Farmacia, Dolores, lleva de baja cerca de un año y la ha sustituido Bernarda, una mujerona que cuando atraviesa el dintel de la botica nubla el sol y que, además, es un auténtico torbellino, la llaman “La pilila” nunca he sabido el porqué de ese mote, pero así responde cuando la llaman “pilila”
Como se da la circunstancia que por temas de horario la Pilila no puede venir en horas que no sean las de atención al público, he tenido que soportar estar junto a ella la mayor parte del tiempo que estoy en la botica, y lo que es peor, soportar algo que me desagrada profundamente: la simultaneidad de su labor con el barrido y fregoteo de Bernarda, que para más inri no deja de parlotear y cantar, canta muy bien, por cierto, pero no deja de ser muy molesto. Además ese tono de voz estridente y tan alto y continuo, sin parar un solo minuto.
Bernarda me trae de los nervios, es que “No puedo ni mear”, y eso aunque os parezca exagerado no lo es para nada, resulta que la Pilila pega la oreja, la hebra y está en una permanente escucha o no, que a veces pienso que se lo inventa, pero el caso es que la conduce a meterse en todo.
Ayer, aprovechando que Luis el mancebo había salido por cambio al bar de al lado, me fuí al aseo y al salir, me encontré con que Bernarda, muy orgullosa, había despachado una cajita de aspirinas y un chupete. ¿A quien?, le pregunté, francamente alterado y me dice con toda su pancha “Ha síopá la pelirroja, la panocha der quinto, que traía mucha bulla”.
-¿Qué panocha? le dije gritándola.
-La cuñá de Isidoro, erder quiosco de pipa, a la que paese que se la caío en la cabesa la olla del asafrán.
-¿Y qué le has cobrado?
-Lo ha dejao a debé, pero aunque é un chocholoco es güenapagaora.
Este suceso es demostrativo de lo atacado que me pone esa mujer. Llevaba un año aguantando sus parloteos, sus cantos, su falta de respeto a mi y a mi labor de boticario. Así que cogí una llave inglesa que tenía debajo del mostrador por si alguna vez venía un cliente con malas intenciones y la empecé a golpear en la cabeza, una vez y otra y otra, así hasta la pilila dejó de hablar… y de moverse. Cuando acabé solo pensaba en que todo ese desaguisado lo tendría que limpiar yo.
Así que me senté en la silla detrás del mostrador y esperé a que viniera alguien a pedirme opinión. Empecé a oír gritos fuera de la botica, y dos mujeres trajeron a dos guardias de la benemérita mientras le gritaban “ha sio el falangista, ha sio el falangista” y así me enteré que me llamaban en el pueblo el boticario falangista.
Narración: Eva Saez @zenalmor
Fotos: Mario Alfonso @peaton_pulse
Localización: Botica en algún pueblo del Norte de España, Diciembre 2021.
Hoy 27 de Julio de 1982, el diario Seixal ha publicado: “Muere Carolina Ângelo, una de las dos asesinas de la familia Solaris en 1933”. Este diario siempre se ha caracterizado por usar unos titulares que poco o nada tienen que ver con la realidad.
Me llamo Carolina Ângelo, tuve una hermana, Beatriz, que murió en 1937 de inanición, llevaba en el manicomio de Setúbal desde 1933 y desde entonces se negó a comer. Los médicos le dijeron a mi madre que era de anemia, pero yo sabía que se murió de pena por no estar conmigo.
Mi madre, que se llamaba Gertrudis, había tenido tres hijas, la mayor la entregó al poco de nacer en una inclusa y nunca supimos nada de ella. Solo sé que la pusieron de nombre Gertrudis como ella. Tenía solo 10 meses más que yo, y mi madre al nacer yo, pensó que ella era más fuerte y saldría adelante y se quedó conmigo.
Durante mi niñez, mi madre no me quería y mi padre venía por las noches borracho, muy borracho y tampoco me quería. En 1909 nació mi hermana Beatriz, y era lo más bonito que había visto nunca. Yo tenía 4 años y mi hermana se convirtió en mi todo y yo en su todo.
En 1925, nuestra madre, Gertrudis se enteró que en la casa de los Solaris, estaban buscando criadas, y fue con nosotras dos a ofrecernos para el trabajo. Las dos teníamos experiencia como criadas, pero no habíamos estado en una casa tan grande y nos cogieron a las dos. Únicamente vivían allí, el señor, la señora y su hija.
Siete años después, fue el asesinato. Los diarios de la época lo describieron así:
El 2 de febrero de 1933, al anochecer, el señor Solaris -abogado y vecino de la pequeña ciudad de Setúbal, al noroeste de la llanura central de Portugal- corrió alarmado a su domicilio de la calle Outeiro de Saude: desde su despacho había llamado repetidamente por teléfono a su mujer y a su hija sin obtener respuesta.
Era de noche cuando llegó. La puerta principal de la casa tenía el cerrojo echado por dentro y la de servicio había sido atrancada. Envolvía al edificio en un silencio impenetrable. El interior estaba a oscuras. Sólo una débil luz se escapaba por las rendijas de la ventana del cuarto de las criadas, procedentes de un arrabal campesino, Carolina y Beatriz Ângelo, que llevaban siete años al servicio de la familia Solaris.
Los policías Mello y Breyner forzaron la entrada y penetraron en la casa. He aquí, en su seco lenguaje, lo que vieron: «Los cadáveres de la señora y la señorita Solaris yacían en el suelo espantosamente mutilados; el cadáver de la señorita estaba boca abajo, con las faldas subidas y las bragas bajadas y tenía grandes heridas en los muslos; el cadáver de la señora yacía boca arriba, con los ojos arrancados, sin boca ni dientes. Las paredes estaban cubiertas de cuajarones de sangre. En el suelo había huesos, dientes arrancados, un ojo, horquillas, botones, un llavero y un paquete deshecho».
Los policías forzaron la puerta del cuarto de las criadas, era su primer caso de asesinato pertenecían al recién creado PIDE (La Policía Internacional y de Defensa del Estado fue la policía secreta del Estado Novo en Portugal, liderado durante su mayor parte por António de Oliveira Salazar. En ese primer año de vida, no se sabía muy bien donde asignarles y a Mello y Breyner, que en 1933 tenían 21 años fueron asignados a ese caso). Las dos hermanas, desnudas y abrazadas, estaban acostadas en una de las camas. En sus brazos había sangre seca. Ante el comisario de policía se confesaron autoras del crimen sin el menor nerviosismo.
Beatriz lo narró así: «Cuando la señora entró le dije que no me había dado tiempo a repasar la plata. Entonces ella intentó atacarme y yo le arranqué los ojos con los dedos. Mejor dicho, yo no salté contra la señora, sino mi hermana; yo ataqué a la señorita Margarita y fue a ella a quien arranqué los ojos. Carol fue quien arrancó los ojos a la señora. Yo bajé a la cocina y cogí un martillo y un cuchillo. En una mesita había una mano de almirez y la empleamos también. Mi hermana y yo nos intercambiamos varias veces los instrumentos… No me arrepiento de nada, o no sé si me arrepiento. Prefiero haberlas matado antes de que ellas nos mataran a nosotras. No hemos premeditado nada. No odiaba a la señora, pero no toleré el gesto que tuvo conmigo».
Este gesto, de singular relevancia en el espeso misterio que desencadenó la carnicería, fue un simple «¿Y bien?» pronunciado por la señora Solaris para pedir a Beatriz explicaciones de por qué no habían limpiado la plata. La propia Beatriz añadió sobre la inquietante endeblez del motivo: «Nada teníamos contra ellas. Hace demasiado tiempo que somos criadas, eso es todo. Tuvimos que demostrar nuestra fuerza».
Las dos hermanas, sorprendentemente dueñas de sí mismas durante los interrogatorios, se derrumbaron súbitamente en el momento de ser separadas. Se entrelazaron y hubo que emplear la fuerza para desanudar su abrazo. Entre alaridos fueron encerradas en dos celdas individuales.
Según los informes periciales, eran vírgenes y jamás tuvieron ningún tipo de relación con ningún hombre. «Cada una vive únicamente con la otra, pero en este afecto no hay razón para encontrar razones de tipo sexual. No hay indicios de ninguna anomalía física o mental en ellas». Las hermanas, de 28 y 24 años, perdieron el ciclo menstrual a partir del día del crimen.
El juicio de las hermanas Ângelo, celebrado en la Audiencia de Setúbal, creó en la opinión pública portuguesa una sorda sensación de malestar. En las ramificaciones de un hecho tan excepcional como éste fue imposible encontrar ni un solo indicio de excepcionalidad.
Se acumularon en miles de legajos, uno sobre otro, infinidad de detalles cotidianos atrozmente comunes, que eran tanto más insoportables cuanto que cualquier familia con una criada a su servicio reconocía como propios.
De esta manera, el móvil de uno de los actos más salvajes de que hay noticia tenía que ser rebuscado entre los entresijos de la vida en un hogar cualquiera de la burguesía tradicional portuguesa.
Por ejemplo, los guantes blancos que la señora Solaris usó una vez para comprobar si había polvo en los muebles después de una limpieza adquirieron la magnitud de los grandes nexos causales en los grandes acontecimientos. Un papel en el suelo, un gruñido, una mirada insolente, un cruce hosco en la escalera, el silencio de paredes adentro, ese «¿Y bien?» mortal.
Eso era todo: ningún rastro de odio, ninguna pasión, ni un solo acto despiadado, duro o sojuzgado, ninguna cualidad. Los Solaris eran personas diferentes y su comportamiento con las hermanas Ângelo entró siempre en los límites establecidos de la corrección.
Por su parte, las hermanas Ângelo eran tímidas, introvertidas, dóciles y aceptaban su condición. No se registró en las complejas interrelaciones existentes entre las cuatro mujeres ni un solo acto generador de violencia, un despecho que deje rastro, una anomalía persistente, nada. O al menos nada susceptible de ser aislado del conjunto de sus vidas, lo que dio inesperadamente a éstas, consideradas como totalidad, la oscura, inaceptable función de sustituir al móvil.
El edificio jurídico occidental se resquebrajó: una vida, la totalidad de una existencia, se erigía insolentemente como una carcoma en los subterráneos del derecho procesal, en causa profunda, más allá del alcance de los códigos.
Bueno, pues eso realmente no fue así, pero para que decir nada si nadie nos iba a creer. Jamás se descubrió móvil alguno del crimen. El fiscal basó su alegato en la imagen de dos perras rabiosas que muerden la mano del amo que les da de comer. Los defensores coincidieron en la rutina de irresponsabilidad por demencia.
Los jueces, perplejos, impotentes, se vieron forzados a sentenciar sin convicción, en la misma frontera del absurdo: pena de muerte, conmutada por reclusión en un manicomio, a mi hermana Beatriz, y 10 años de cárcel a mí.
No quisimos recurrir la sentencia y nos negamos en rotundo a dar las gracias a nuestros abogados defensores, ¿porque íbamos a hacerlo? Gertrudis nos puso a trabajar desde que éramos unas niñas como criadas. Debió pensar que algo de culpa tenía, porque desde el juicio estaba muy presente, me vino a visitar a la cárcel. Primero vino cuando el juicio que aún estábamos las dos juntas, y la llamamos madame, como llamábamos a la señora Solaris, como ella nos había dicho una y otra vez que debíamos llamarla. Creo que mi madre fue la que nos instigó a matar a la señora Solaris y a su hija, aunque creo que se lo merecían.
En el manicomio de Mafra, donde la internaron, Beatriz se negó a comer y, poco antes del estallido de la II Guerra Mundial, murió de anemia. Su informe se perdió en el incendio del manicomio, a causa de un bombardeo de la aviación aliada durante la ocupación nazi, o eso le dijeron a mi madre cuando fue a visitarla y le dijeron que había muerto. Cuando mi hermana murió yo lo perdí todo. Salí de la cárcel el 3 de febrero de 1943, hacía 10m años que le habíamos sacado los ojos a la madame. Tenía una maleta pequeña donde guardaba todas mis cosas y las de Beatriz, iba vestida de negro, guardando luto por mi hermana, me despedí del guardián de la prisión, y volví a nuestra casa, de la que no he salido hasta hoy, que me he muerto.
Historia:
Eva Sáez.
Fotografía:
Mario Alfonso
Localización:
Lisboa, Portugal. Pequeña vivienda desocupada posiblemente en los años 80.
Eran muy pocas las niñas que se quedaban a comer en aquel colegio católico y femenino al que asistí en mis años infantiles. Las que nos íbamos a casa las mirábamos con cierto desdén compasivo al dejar atrás ese tufo de abandono que nos parecía que desprendían.
Nosotras salíamos por las puertas de caballerizas del edificio y bajábamos corriendo la calle Santa Isabel impulsadas por el hambre de libertad y de comida de madre que nos esperaba al llegar a nuestro hogar. Atravesábamos la Glorieta de Atocha contentas como unas pascuas, dejando atrás los oscuros muros de grueso granito del Hospital San Carlos tras cuyas puertas de solidos barrotes negros algunas comentaban que se habían visto a lo lejos, en el patio interior de suelo terroso, a mujeres vestidas con sucias camisolas blanquecinas y largas melenas deshechas, vagando como espectros de las enfermas psiquiátricas que habían habitado las frías salas de la Institución. En un suspiro, bajando por Santa María de La Cabeza, llegábamos a casa.
Al entrar en aquella vivienda del tercer piso nos recibía el frescor de las habitaciones en penumbra en verano o el aire templado por la calefacción en invierno. Íbamos atravesando olores por los espacios. El olor a botica del despacho de mi padre, el de pelo de muñeca y virutas de lápiz de las habitaciones de los niños, el del perfume de Maderas de Oriente de mi madre del dormitorio, para terminar con el ansiado aroma a guiso de la cocina. Allí, de pie, trajinando en los fogones estaba ella con un delantal de volantes sobre el vestido estampado. Mi madre era una mujer de una clásica belleza española. Con el pelo largo y negrismo con bucles agitanados y el busto desbordando el escote. Siempre admire aquella belleza que la Naturaleza no me tenía reservada. En esa casa no solíamos darnos besos ni al llegar ni al salir y ella, que era una persona básicamente liviana, siempre parecía nerviosa y perdida en otras muchas preocupaciones.
En primavera, algunos días, al llegar se percibía un aroma distinto que me llenaba de alegría. En el carro de la compra junto con los víveres, desde el mercado mi madre había traído un enorme ramo de lilas. Lo había comprado en un puesto del primer piso situado cerca de la pescadería donde además se vendían chucherías, juguetes de plástico de pequeño tamaño y collares de cuentas de colores chillones. El manojo estaba graciosamente colocado en un búcaro de porcelana en la mesa del comedor. El conjunto de flores malvas destacaban con su explosión de tonalidad entre el verde ramaje que los acompañaba. Desprendían un olor dulce, fresco y espeso. Yo me acercaba y aspiraba unos minutos que nunca eran suficientes hasta que el perfume me atravesaba y conseguía retenerlo para evocarlo más tarde. En esos momentos imaginaba a mi madre comprando las flores sabedora de lo que significaban para mí, aunque nunca lo hablásemos ni hubiese posibilidad de esa certeza. Me maravillaba que ella, tan practica y ocupada, hubiese reparado en tener un gesto tan carente de utilidad que yo pensaba estaba solo a mi dedicado. Aunque esto último no fuese cierto yo me quedaba transida de una ternura que era solo mía.
La comida transcurría con una escueta conversación perdida entre vaguedades cotidianas. Mis hermanos, todos menores que yo, discutíamos y nos incitábamos como niños que éramos. Mi madre se ocupaba de nosotros sin caricias, un poco ausente.
Antes de marcharme yo siempre volvía a mis lilas fragrantes. Su olor me acompañaba por las cuestas que se extendían hasta llegar a la escuela por la que subían otras niñas casi siempre acompañadas por sus progenitoras. Yo arrastraba a mis hermanos tras de mi rumiando la vergüenza de esas soledades. Nunca sabría mi madre que ese camino de cada día me hacía sentirme huérfana de su compañía tan ansiada.
Al llegar al colegio, las niñas de comedor nos recibían pintando y jugando entre ellas y yo, ya alejado aquel desprecio, las miraba sintiendo una complicidad secreta de ausencias imperdonables.
El 26 de septiembre hará 10 años que me morí, y no se porqué sigo atada a esta casa, a Villa Manolita, imagino que porque los años más felices de toda mi vida han pasado aquí, no lo se, aquí aprendí a caminar, a hablar, a nadar, a montar en bici, aquí me enamoré, aquí me casé, aquí jugaba partidas eternas de ajedrez con mi hermano Paco, aquí mis hijos aprendieron a caminar, a hablar, a nadar, a montar en bici, aquí se enamoraron, se casaron,…en fin supongo que por todo ello sigo pegada a esta casa.
Mis padres, Francisco y Manuela compraron esta casa en 1916, mi hermano Paco, 3 años mayor que yo no comía, y en una de sus múltiples visitas al doctor Paredes, les dijo a mis padres que para que Paquito se pusiera fuerte y comiera deberían irse a la sierra. Y mis padres, ni cortos ni perezosos decidieron ir en búsqueda de casa en Torrelodones.
Paredes que fue nuestro médico hasta que dejó de ejercer porque tenía Alzheimer, aunque en aquella época aún no se llamaba Alzheimer, solo se decía que estaba senil, bueno pues el que hasta entonces fue nuestro médico, tenía una fe ciega en lo que él llamaba el aire puro de la sierra, y creo que cuando dejó de ser nuestro médico yo ya me había casado, así que sería más o menos en 1941, ya después de la guerra.
En 1916, en Torrelodones se había creado una colonia (La Colonia) donde se habían construido muchas casas tipo chalet, como decimos ahora que estaban preparadas para gente de bien, que en teoría éramos nosotros. La verdad es que no solo miraron en Torrelodones, también en Villalba, incluso Las Rozas, pero mi madre me dijo que Torrelodones les enamoró, la Fuente del Caño, la Atalaya, y sobre todo Villa Manolita. Mi padre vio que la casa estaba en venta y que se llamaba como su madre, mujer a la que mi padre adoró hasta el día de su muerte, y no se lo pensó más, quería vivir en Villa Manolita.
Así que mis padres en el verano de 1916 se trasladaron desde Madrid a pasar grandes temporadas en Torrelodones.
Yo nací el 13 de Julio de 1917, mi madre Manuela se trasladó a Madrid unos días antes para que el parto se pudiera celebrar con mayor seguridad, a los pocos días mi madre volvía conmigo y desde ese verano de 1917 no he dejado ni un solo verano de disfrutar de Villa Manolita.
Mi hermano y yo dormíamos en los cuartos de arriba, al lado del despacho de mi padre, mi padre era un prestigioso abogado y desde su llegada a Torrelodones se convirtió también en una ayuda legal para muchos de los vecinos de la colonia. Supongo que por eso en Torrelodones hay una calle con su nombre y otra con la de mi madre: Don Francisco Lencina y Doña Manuela López. Los dos hicieron mucho por el pueblo, sobre todo durante los años de la guerra, que toda la familia nos trasladamos a vivir aquí, huyendo de los bombardeos y el hambre de Madrid.
El papel de Torrelodones durante la guerra civil es bastante desconocido, pero sin embargo fue un enclave muy importante en batallas como la de Brunete. La zona de los Peñascales, estaba llena de trincheras, ametralladoras y pozos de tiradores. Mis padres me tenían prohibido acercarme allí, pero yo tenía 16 años y una curiosidad enorme, por lo que muchas mañanas me escapaba con Encarna y las dos íbamos a vigilar, la mayoría de los días no pasaba nada, de hecho incluso conocimos a algunos de los soldados que estaban allí y nos ofrecían conversación y algún cigarro. Antes de mediodía teníamos que estar en Villa Manolita porque sino se darían cuenta de que faltábamos.
Encarna se convirtió en mi mejor amiga, en mi confidente, en mi todo. La guerra me daba miedo. Mi hermano estuvo en Brunete, y aunque podía venir todos los días, o casi todos a dormir a casa, yo hasta que no le veía por la noche y me contaba que tal había sido el día no podía descansar. Encarna era la hija de nuestra cocinera, tenía un año menos que yo, y mis padres habían decidido que se quedara en Villa Manolita junto a todo el servicio. Ella dormía en el sótano, junto a sus padres y hermanos menores que todos vivían en nuestra casa. La verdad es que gracias a ellos, comíamos todos los días, teníamos gallinas, conejos, cerdos, vacas,… plantaban todo lo que pudiera ser comible, patatas, tomates, cebollas, ajos, lechugas, cardos (que yo no sabían que existían) hasta borrajas, que yo no había visto nunca que se comieran, pero Asunción, la madre de Encarna las hacía exquisitas.
En la casa durante la guerra, vivíamos muchos, mi hermano Paco se había casado justo antes de empezar la guerra con Consuelo, y ella y sus padres y su hermano Sebastían, que era de mi edad y estaba asustado con la posibilidad de que le llamaran a la guerra se trasladaron a Torrelodones, aquí el bombardeo no era en la calle, se oía más lejano y teníamos comida. Teníamos tanta comida que mi madre creo una asociación y repartía comida entre los habitantes de Torrelodones, a lo mejor por eso le pusieron a ella una calle.
Un día mi hermano vino con otro soldado, se llamaba Fernando, Fernando Suarez y era ingeniero de caminos. Ese mismo día le dije a Encarna ayer conocí a mi futuro marido. Y así fue, nuestro noviazgo duró lo que duró la guerra, en 1941 nos casamos y mi familia quiso que fuera en Torrelodones y así fue. Nos casamos el 4 de junio de 1941 en la iglesia parroquial Asunción de Nuestra Señora, nos casó el párroco Don José Manuel Serrano García, yo le había conocido ya hacía dos años, llegó a hacerse cargo de la parroquia al finalizar la guerra, era muy joven, casi un niño, venía a casa a menudo a hablar con mi padre. Lo primero que hizo al llegar es conseguir que la parroquia volviera a su ser, durante la guerra la iglesia se había convertido en un taller de reparación de vehículos, desde 1936 hasta 1939, no había ningún sacerdote asignado a la iglesia, se comentaba en el Club, que era donde se hacía partícipes a los torresanos de las noticias que pasaban en Torrelodones que el obispo Leopoldo Eijó y Garay había nombrado a Don Domingo Crespo Rosales titular de la iglesia, pero en los tres años nunca apareció por allí, por lo que se utilizó como taller.
Los milicianos convirtieron la parroquia en almacén y taller para la reparación de sus vehículos, hicieron un foso rodeando la parroquia para que no se pudiera acceder fácilmente, al menos con los vehículos, saltar el foso se convirtió en el deseo de casi todos los niños de Torrelodones, que íbamos allí cuando no había nadie, algunos nos veían pero les hacía gracia, yo recuerdo que incluso me ayudaron a saltar.
Durante la guerra pasaron cosas, en 1932 había llegado un maestro a la escuela que se llamaba Mariano Cuadrado. La escuela era la de niños nº 1, la nº 2 era la de niñas, y en aquella época solo podía haber maestros para niños y maestras para niñas. Nosotros aún no vivíamos allí, seguíamos en Madrid, pero mis padres y Mariano Cuadrado se hicieron muy amigos durante el verano de 1932, venía a casa con mucha frecuencia a comer los sábados y los domingos. En mi familia nos acostumbramos a que Mariano comía con nosotros los sábados y los domingos y cuando faltaba alguno preguntábamos por el. Tras la victoria del Frente Popular fue elegido alcalde en marzo de 1936. En esa época ya si vivíamos allí.
Antes de la guerra, Mariano organizó la Escuela de Verano del Partido Socialista Obrero Español, fue todo un evento en Torrelodones, todos fuimos a escuchar a Besteiro y a Largo Caballero en Agosto de 1933, y en aquella época que no sabíamos que iba a pasar todos aplaudimos a rabiar.
Durante la guerra, Mariano organizó la protección de más de 5000 refugiados, algunos pasaban una noche en nuestra casa, el sótano se tuvo que habilitar para que algún refugiado pudiera descansar alguna noche, todo lo organizaba el, mis padres se dejaban hacer. Cuando llegaron Consuelo y su familia mi padre consideró que mejor no pasaran allí más de una noche, pero algunos se quedaban hasta una semana, y algunos como el poeta y su mujer estuvieron casi un mes.
Al finalizar la Guerra Civil Mariano fue detenido el 27 de marzo de 1939 e internado en la cárcel de los Carmelitas en El Escorial, siendo condenado a muerte en Consejo de Guerra y fusilado el 15 de septiembre de ese mismo año en el cementerio de La Almudena de Madrid.
La verdad es que el tiempo de la guerra fue muy triste, a lo mejor yo no lo viví como mis padres o mi hermano, seguía teniendo mi pandilla, seguíamos reuniéndonos en el Club, es cierto que a veces faltaba alguien, a veces solo hablábamos de Madrid, todos o casi todos nos habíamos trasladado a vivir a Torrelodones pensábamos qué por nuestra seguridad, ahora después de tanto tiempo, no se si fue lo mejor o no, pero así fue.
El Club, era un centro para los veraneantes de Torrelodones, realmente para los de la Colonia, aunque nosotros no poníamos ninguna traba a que viniera cualquiera, si que había unas normas que impedían que los torresanos no pudieran entrar, eso se eliminó durante la guerra, aunque al finalizar volvió otra vez a tener restringida la entrada a los que no fueran veraneantes.
Durante la guerra el club se convirtió en el centro neurálgico de Torrelodones, todo el mundo iba allí a recibir noticias de los que estaban en batalla, allí mi padre daba asistencia legal a quien se lo solicitaba, allí mi madre y Asunción iban todas las tardes a llevar comida para quien la necesitara. Allí nos reuníamos todos los jóvenes que no estábamos en la guerra. Allí nos enterábamos si algún camión había cogido a alguno de nosotros para llevarlo a la guerra…
Los republicanos situaron su cuartel general en un chalet que llamábamos “El canto del pico” debido a que su posición, esta en lo alto de una montaña permitía divisar todas las localidades alrededor de Torrelodones. A ese punto lo llamaban posición “Lince” y nos encantaba ese término, a veces jugábamos a la guerra en el club y siempre había alguien que se pedía ser el lince.
Cuando conocí a Fernando dejé de ir al club, al menos con tanta asiduidad, a veces acompañaba a mi madre y a Asunción cuando repartían comida, tenía que ir a por agua todos los días hasta un pozo, el pozo tenia un motor que hacía que el agua subiera hasta nuestra casa, pero necesitaba de electricidad y durante la guerra nos quedábamos muchos días sin electricidad, y además hacía mucho ruido, por lo que decidimos en mi casa que sacaríamos el agua en cubos y lo almacenaríamos en nuestra casa. Durante esa época en Torrelodones no había alcantarillado, había unos pozos negros que se tenían que vaciar, y durante la guerra eso era peligroso, por lo que muchos días nadie lo hacía y un olor nauseabundo impregnaba todas las calles de la colonia.
La guerra cada vez era peor, recuerdo que cuando atacaban con las bombas nos íbamos a pasar las noches al puente de Guadarrama (conocido actualmente como el Puente de Herrera), íbamos todos los que podíamos cargando colchones. En esos momentos, yo le pedía a Santa Rita que no nos pasara nada, así que cuando terminó la Guerra mi madre compró una Santa Rita muy grande para la capilla de Torrelodones, edificada por Andrés Vergara (actualmente la Capilla del Carmen, que pertenece a la Parroquia de San Ignacio de Loyola) Mi madre dejó de llevar comida al Club, en casa cada vez éramos más para alimentar, los animales habían desaparecido, nos los habíamos ido comiendo poco a poco, el huerto también desapareció, a veces llegaban militares y arrasaban con todo.
Encarna y yo empezamos a ir a Galapagar a comprar lentejas, era lo único que se podía comprar y vendía paquetes de cartas para los soldados que estaban en el frente. Los sobres nos los traían en sacos de Madrid, de la oficina de mi padre y así pasamos la guerra, Fernando venía muy a menudo, a veces con mi hermano, a veces solo, pero durante la guerra floreció nuestro noviazgo.
Quise estudiar derecho, como mi padre, pero en aquella época a las mujeres nos resultaba muy complicado acceder a la universidad, así que me decidí por estudiar idiomas y fui aprendiendo contabilidad en el despacho de mi padre.
Después de mi boda con Fernando volvimos a vivir a Madrid y todos los fines de semana volvíamos a Villa Manolita, la casa había tomado una entidad propia, todos decíamos, ¿Vamos a Villa Manolita? ¿Nos vemos en Villa Manolita?… y cada vez nos costaba más volver a Madrid. Cada fin de semana se alargaba, cada verano, cada semana santa, cada Navidad. Empezamos a tener hijos, tres cada uno y el tiempo seguía pasando.
Un día en verano, sería 1967 o 1968, vino un hombre a casa, era alemán y no hablaba prácticamente español, así que mi padre tuvo que esperar a que yo fuera a Villa Manolita a entenderme con él. Se trataba del hijo de Ernst Toller, el “poeta” como le llamábamos nosotros. El poeta vino con su esposa que en aquella época no tendría ni 20 años, Christiane Grautoff se llamaba. Estuvieron un mes con nosotros en los tiempos en los que Mariano Cuadrado Fuentes nos organizaba el refugio de alguno del comité de refugiados para que pasara la noche en Villa Manolita. El caso del poeta y su mujer fue diferente, Ernst se hizo rápidamente amigo de mi padre, hablaban de política, del fascismo, de Hitler, de libertad, recuerdo esas cenas en las que fascinada le escuchaba como con su acento alemán explicaba las cosas en un perfecto español. El hijo de Ernst que se llamaba igual que su padre, emocionado abrazó a mi padre y le comunicó que su padre se había ahorcado en Estados Unidos y que les había dejado una carta con una serie de instrucciones y una de ellas era traer su VEB, que es como llamaba a su coche, a Paco el español, como el llamaba a mi padre. El coche de un precioso color rojo, que mi padre guardó en el garaje de Villa Manolita y nunca volvió a salir de ahí. Ernst hijo, pasó unos días con nosotros, fue una visita agradable, aunque solo se podía comunicar conmigo, y tampoco es que mi alemán fuera muy allá. Vivian en Estados Unidos, sus padres estaban separados y parece que eso le había afectado mucho a su padre que dejó de tener interés por la vida, o eso pensaba su hijo.
En Septiembre de 1975 se casó mi sobrino Paquito, hijo de mi hermano Paco y su mujer Consuelo. Fue el primero de los nietos en casarse, luego vinieron los cinco restantes. Todos se han casado y todos lo han celebrado en Villa Manolita. Desde 1975 a 1982 casi salíamos a boda por año. Y luego empezaron a venir los nietos. Mi padre solo conoció a su primera nieta, a Julia, a los demás ya no los conoció. Mi madre, los conoció a todos, a los 15, pero no creo que al final de su vida fuera capaz de reconocer a ninguno de ellos, ni a mi hermano ni a mi, solo conocía a Consuelo, que ya hacía tiempo que la llamábamos Chelo, y que siempre desde la guerra mi madre y ella habían hecho muy buenas migas.
Mi madre murió en 1992, con un Alzheimer muy avanzado, pero murió aquí, donde hemos muerto todos, bueno mi hermano no, mi hermano murió en Madrid en el Gregorio Marañón, de un infarto con complicaciones. Cuando Paco murió Chelo se vino a vivir a Villa Manolita conmigo y Fernando y con mi madre. Ya éramos tantos en casa que algunos empezaron a alquilarse primero, y luego comprarse casas en Torrelodones, y solo se venía a Villa Manolita a celebrar los cumpleaños, que eran muchos, nochebuena, navidad y alguna otra fecha señalada. Y la paella, la paella de los domingos que era sagrada…. Todos venían, todos… los nietos venían ya con novios, luego empezaron a venir con hijos…
Mi cuñada Chelo murió en 2008, y la familia decidió dejar aquí su urna funeraria, todos sus hijos dijeron que era el lugar del mundo donde había sido más feliz y que ella querría que así fuera, la verdad es que nunca nos dijo nada sobre esto, pero a todos nos pareció bien, cuando Chelo murió yo ya tenía 91 años, pero estaba perfecta. Me quedé sola en Villa Manolita, mis hijos y mis sobrinos se turnaban para que no estuviera sola y todos los días venia alguno y muchas veces mis nietos con algún biznieto.
Villa Manolita seguía en pie. Los dormitorios de arriba, el despacho de mi padre, el sótano donde alojamos a tantos refugiados, donde siempre dormía el servicio. Ahora ya no había servicio, hacía muchos años que nadie que no fuera de la familia dormía en Villa Manolita. Venia un jardinero todos los viernes a arreglar el jardín, la fuente se iba estropeando pero seguía con agua y siendo el centro del jardín.
El 26 de Septiembre de 2011 me morí, y desde entonces sigo ligada a Villa Manolita, llevo diez años viendo como exploradores, que es así como se llaman entre ellos, vienen a mi casa, cada vez más, como alguno viene solo después y se lleva algo, he visto como la fuente se ha ido rompiendo y nadie ha venido a arreglarla, como han dejado de arreglar el jardín, he visto como una nevada enorme ha hundido el despacho de mi padre, he visto como a las dos habitaciones de arriba se les caía el techo… he visto como venía gente a analizar la casa y a valorarla… y sigo aquí pegada a Villa Manolita, pero aún no he descubierto ¿porqué?
Nota de los autores:
Esta historia se ha escrito después de una larga investigación partiendo de los pocos documentos que pudimos observar en la preciosa villa. Partiendo de hechos reales, se ha novelado un poco la historia para rellenar la poca información de que disponíamos.
Si los herederos o familiares leyeran esta corta historia, pedimos perdón por adelantado y esperamos que no se enojen por la historia que hemos expuesto siempre desde el respeto.
Para mi como explorador, comentar que es una de los lugares que he visitado que más me ha llenado, por la historia y la atmosfera de decadencia que hacían que el lugar no fuera de este tiempo.
Esperaba cada día con avidez a que saliera el sol, a veces por mucho que lo deseara no lo conseguía, llevaba un mes casi sin parar de llover, pero ese día lucía un sol impresionante, se alegró tanto… rememoró cuando había sido la ultima vez y recordó que había sido en mayo, a mediados de mayo y dijo para sí ¡Menuda primavera llevamos!
Nació el 6 de Junio de 1966, su padre pensó cuando le dijeron que había sido niño, que que buena fecha, me acordaré siempre del 6 del 6 del 66, 4 seises juntos, pero también lo olvidó, poco a poco fue olvidando todo, sin embargo siempre recordaba el Hospital de Caramulo, era de las pocas cosas que recordaba.
Una vez le dijo a su mujer, ¿porque no volvemos a Caramulo?, allí estuvimos de viaje de novios, y ella no supo que contestar, era la primera vez en 4 años que su marido le decía algo coherente, es cierto que habían estado allí, no solo en su viaje de novios sino cada año durante más de 20 años, hasta que el olvidó conducir.
Cuando él olvidó conducir, ella ya tenía el carnet. No quería sacárselo pero su familia le decía que era conveniente que con la enfermedad de él nunca se sabía y podía necesitarlo. Así que ella se puso a ello, primero con el teórico que fue fácil, luego con el práctico que también lo aprobó. Lo peor habían sido las clases con el profesor que no dejaba de hablar de cosas intrascendentes y que a veces se llevaba un acordeón que tocaba mientras ella conducía.
El día 8 de Junio de 1966, le dijeron a su padre que su hijo había muerto, de repente, de forma inesperada, aun estaban los 3 en el hospital de Caramulo, había nacido por cesárea y ella tenía que recuperarse de los puntos, a ella no quisieron decírselo y cada vez que el entraba a la habitación a verla y ella preguntaba por su hijo el lloraba, y ella ya dejó de preguntar por su hijo, porque no quería ver como el lloraba y ya nunca volvieron a hablar de su hijo que nació el 6 de junio y murió el 8 de junio de 1966.
Desde entonces cada año el 3 o 4 de Junio volvían al hospital de Caramulo, y el 6 de junio paseaban por los pasillos del hospital se cogían de la mano y escuchaban a los bebes recién nacidos, tampoco hablaban, nunca hablaron de su hijo y nunca tuvieron otro.
A el se le olvidó conducir el día 1 de enero de 1993, después de tomar las uvas con la hermana de el y su familia, habían ido hasta allí en su coche y el había conducido y al salir el se sentó en el asiento del conductor y la miró a ella y le dijo entre sollozos “no se conducir”, a partir de ese momento ella siempre conducía. No volvieron a Caramulo porque ella no quería conducir tanto y pensó que ya todo daba igual, hasta el día en que él, el 1 de Junio de 2010, después de llevar más de 4 años sin decir nada coherente, le dijo ¿Por qué no vamos a Caramulo?
Ella entendió que eso era distinto, que él que a veces no recordaba girar en el pasillo de su casa y caminaba y caminaba ante la pared, no podía haber tenido un momento de lucidez tan grande y supo que tenia que ir a Caramulo. Se preparó para el viaje y el 4 de Junio salieron en dirección Portugal, llegaron por la noche del 4 de junio y pasaron la noche en un hotel cercano al hospital, durante todo el viaje, el había hablado con normalidad, hasta incluso se ofreció a conducir, pero ella no quiso.
Un medico amigo le había comentado que los enfermos de alzheimer, a veces tenían recuperaciones milagrosas momentáneas, que podían durar incluso unos días pero que luego volvían a recaer.
El día 6 de junio subieron hasta el hospital, ella ya sabía que estaba abandonado y no sabía como reaccionaría el cuando lo viera. Afortunadamente estaba abandonado pero aunque ponía por todas partes que era una propiedad privada, se podía acceder al recinto. Al llegar el la miró, la sonrió y salió del coche por su puerta, subió la enorme escalinata y se dirigió hacia un pasillo, ella corría detrás de él, ya que el suelo no estaba en buen estado. Cuando el llegó al lugar donde había estado la habitación donde se encontraba su hijo en 1966 se detuvo y entonces la cogió de la mano y volvió a sonreír.
Durante los últimos 10 años cada día que hacia sol, ella conducía el coche hasta una carretera comarcal y allí cogía un camino de tierra hasta un alto donde se veía toda la ciudad, sacaba dos sillas de camping, las colocaba frente a la ciudad y ella y el veían como anochecía, cuando el sol se ocultaba guardaba las sillas y volvía a conducir hasta la ciudad. Durante el tiempo en que ella y el se mantenían sentados en sus sillas, ella hablaba y el escuchaba y parecía que él la entendía, que lo que escuchaba también era su vida, no solo la de ella sino también la de él.
Ese 6 de junio de 2010, mientras él le apretaba su mano cada vez más fuerte, mientras los dos se mantenían juntos en un hospital abandonado en la sierra de Caramulo, en ese momento él se murió. En ese momento, justo en ese momento se oyó a un bebé llorar. Ella sabía que algo iba a pasar, le ayudó a caer al suelo, y le depositó allí, entre escombros, y fue a buscar al bebé que seguía llorando. Recorrió el hospital entero, cuando creía que se acercaba a la fuente del sonido ésta variaba radicalmente, y el sonido provenía de la dirección contraría, después de una media hora, el llanto paró y en ese momento ella fue consciente de que él se había muerto y volvió con el.
Ella se recorrió de nuevo el hospital abandonado buscándole y no lo encontró. Él no estaba, encontró los escombros donde le había depositado, pero él no estaba. La esperanza volvió a ella, empezó a llamarlo, a gritar su nombre, pero no se oía nada.
Salió al exterior, buscó por los alrededores, fue al coche, pensando que él podría haber ido allí, y después de otra media hora buscando y gritando su nombre decidió llamar a emergencias, después de un rato consiguió hacerse entender y a los 40 minutos una ambulancia y un coche de policía se encontraban junto a ella. El comunicado que se dio por radio decía que un hombre español de 69 años con un alzheimer muy avanzado había desaparecido en las inmediaciones del hospital abandonado de Caramulo.
La cara de él salió en todos los programas informativos de Portugal y en los españoles también, ella estuvo allí casi un mes, hasta que decidieron dar por finalizada la búsqueda, y ella volvió a su casa, en España. Volvió sola. Era casi Agosto de 2010.
Estuvo casi un año buscándole por todas partes, por las calles que paseaban juntos, por donde habían paseado antes, por los lugares que él había frecuentado antes, antes incluso de conocerla, sitios que la hermana de él le decía, de su infancia, de su juventud. Pero ella nunca le vio. Una vez al mes llamaba a un policía de Caramulo pero no había novedades sobre el caso.
El 6 de junio de 2011, por fin decidió dejar de buscarlo, ese día hacía un sol espléndido, y por la tarde cogió el coche, cogió las dos sillas de camping y después de conducir por la carretera comarcal, y coger el camino de tierra puso las dos sillas frente a la ciudad, y decidió que vería como se ocultaba el sol por detrás de la ciudad.
Puso las dos sillas como había hecho tantas veces durante los últimos diez años, y se sentó en la suya, la de la izquierda, la de siempre. Cuando llevaba un minuto sentada volvió a oír el llanto del bebé, el mismo llanto que había oído hacía justo un año en Caramulo, y miró a su derecha y ahí estaba él, sentado en su silla mirándola y sonriendo, alargó su mano hasta la suya, y en ese momento dijo: Nuestro hijo esta muerto, y desde ese día, ella cada día que hace sol, pasa las tardes hablando de todo con su marido.
Esta historia pasó en realidad, y es la razón por lo que la colonia infantil del salto de Villalba fue definitivamente abandonada en el año 1972. En 1955 se había construido como residencia vacacional para los hijos de los ingenieros que trabajaban en la Central Hidroeléctrica del Salto de Villalba. Tenía dos pabellones, uno para niñas y otro para niños. El de niños estaba en la primera planta y para subir a él, se utilizaba una escalera en el exterior del recinto. El de niñas, que se llamaba Los castores, se entraba por ambos laterales de a planta baja, el de la derecha para las niñas menores de 9 años y el de la izquierda para las mayores. En la colonia se podía participar desde los 6 a los 13 años.
La colonia fue abandonada en 1969, y la hiedra poco a poco fue ocupando toda la residencia infantil, de vez en cuando alguien intentaba adecentar el espacio con la esperanza de que lo volvieran a abrir, y volver a oír los cantos y los juegos de los niños durante los veranos. Poco a poco, los del pueblo se fueron llevando las camitas de los niños y en realidad todos los elementos que podían servir para su casa.
Un día Julia, una chica del pueblo que venía a limpiar en casa de los ingenieros, pasando por la colonia abandonada se encontró a una niña de unos 5 años, sentada en la escalera de la colonia que ya estaba llena de hiedra, Julia preocupada se acercó a ella. “Hola, porque lloras? Qué te pasa?” La niña la miró y sin dejar de llorar dijo: “Dartañan se me ha escapado y se ha metido ahí (señalando una ventana que estaba rota del edificio)” Julia preguntó “¿quién es Dartañán?” La niña sin dejar de llorar y con muchos suspiros: “mi gato”.
Julia se sentó a su lado en un escalón intentando tranquilizar a la niña. “ a ver, como te llamas?” “ me llamo Amalia” dijo la niña. Julia la cogió de la mano, se dio cuenta que iba vestida con un baby, y que éste tenia arañazos y alguna rotura. Julia señalando el baby “Esto te lo ha hecho Dartañan? “ nooo, el es muy bueno, me quiere mucho, es mi único amigo” Julia siguió preguntando, “y tus padres? Porque estás aquí sola?”, la niña miró hacia el suelo y empezó a llorar más fuerte, mientras le apretaba muy fuerte la mano a Julia. “Por favor, salvarás a Dartañan?” Julia sin saber que hacer, asintió con la cabeza, soltó la mano de Amalia y se puso en pie.
Rodeó todo el edificio para ver si había una entrada más fácil que la ventana rota por la que había entrado Dartañan, pero no encontró nada, así que decidió romper del todo el cristal de la ventana para que el agujero permitiera su paso, le costó no cortarse con la cantidad de cristales que se habían quedado en punta, pero gracias a su agilidad lo consiguió.
Empezó a andar despacio, no había casi luz, ya que las persianas estaban cerradas, había vegetación por dentro, al menos cerca de las ventanas, el lugar era muy húmedo y Julia intentaba pisar con cuidado, no fuera a ser que el suelo que era de madera y que con tanta humedad estuviera podrido se quebrara y ella se quedara atrapada.
Oyó al gato y le gritó “Dartañan, Dartañan, ven bonito” pero nada el gato no vino, volvió a repetir el grito varias veces y oyó su maullido, pero el gato no se acercaba. Julia seguía andando despacio, sin tocar mucho porque le daba un poco de asco todo y además no sabía lo que tocaba, de repente oyó que el gato entraba en una habitación al fondo porque la puerta crujió y sonó, y Julia fue hacia allí, más deprisa para que el gato no se escapara. Empujo la puerta por la que había pasado el gato, era una puerta desvencijada con golpes, pensó que los del pueblo se habían pasado con esa habitación y entró.
Detrás de ella la puerta se cerró de un golpe, Julia miró hacia la puerta instintivamente, la puerta por dentro estaba nueva, pensó “Cómo puede ser?” de repente la habitación se llenó de luz pero la ventana seguía con las persianas cerradas.
Lo que Julia vio la puso mucho más nerviosa de lo que estaba. Era una habitación rosa, con una camita con una colcha rosa, el cabecero era blanco, había una mesilla a la derecha de la cama, y frente a la cama un armario blanco que estaba abierto y de donde colgaban muchos vestidos preciosos. Estaba claro que era la habitación de una niña, de una niña pequeña “¿De Amalia?” “¿Cómo puede vivir sola una niña en este lugar abandonado?” de repente se fijó en Dartañan tumbado sobre la cama y mirándola fijamente.
Julia sintió pánico, solo quería salir de allí corriendo, se fijó en las paredes estaban todas llenas de fotos, en todas aparecía Amalia, sonriente, con sus padres, con su gato, en el campamento, que imaginó que era esa colonia, con otras niñas de su edad… no pudo más se dio la vuelta para salir corriendo, y allí estaba Amalia, mirándola, llena de sangre, el babi manchado de sangre, tenia una herida en la cabeza y la sangre le goteaba por uno de sus ojos. Julia gritó y se echó hacia atrás, mientras gritaba: “vete, quién eres?”.
Amalia grito, mientras señalaba la foto de sus padres “ELLOS ME MATARON, AHORA TE TOCA A TI!!!!”.
En el pueblo nadie volvió a saber nada de Julia, se oían rumores de todo tipo, que Felipe uno de los ingenieros jóvenes que casualmente se había ido de permiso el día que Julia desapareció se la había llevado con él, pero cuando volvió de su permiso, lo aclaró todo. Los padres de Julia dieron parte de su desaparición a la Guardia Civil, pero hasta ahora nadie a sabido nada de ella, y aún nadie ha vuelto a entrar en la residencia abandonada.
Y ahora preguntaréis que cómo se exactamente lo que pasó, pues porque me llamo Amalia y sigo buscando a mi gato.
Fotos: Mario Alfonso
Historia: Eva Saez @zenalmor
Localizacion:
Antigua Colonia De trabajadores de «Unión Eléctrica Madrileña». Cuenca.
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Hoy vamos a contar una historia verídica, algo que pasó en Madrid y de lo que durante muchos años se habló por todas partes. La historia de Conchita González de Velasco y Pérez, como pone en su sepultura.
El Doctor Pedro González de Velasco, que hoy da nombre a la calle del Dr. Velasco de Madrid -entre la calle Alfonso XII y la ronda de Atocha- había alcanzado un elevado estatus como anatomista en la España del siglo XIX, y ordenó la construcción de una mansión que, además de servirle como residencia, se utilizara como museo personal para la fantástica colección etnológica que poseía de sus numerosos viajes al extranjero. Dicha construcción neoclásica alberga en el presente el Museo Nacional de Antropología, justo enfrente de la estación de trenes de Atocha.
El museo se concibió en sus inicios como un importante punto de encuentro para el pensamiento liberal de la época, con una sala dedicada específicamente al estudio del Hombre y su relación con el cosmos. Además, contaba con un amplio repertorio de conchas de mar, plantas o esqueletos. Una joya que, sin embargo, empezó a perder brillo por un asunto personal que afectaba a la única hija del Dr. Velasco: Concha o Conchita como la llamaba su padre.
Conchita, de quince años, había contraído el tifus una década atrás, en 1864, y no mejoraba con el tratamiento que le había recetado el Dr. Mariano Benavente, amigo personal de Velasco, y padre no solo del premio nobel Jacinto Benavente, sino también de la pediatría actual. Don Mariano Benavente, al que las malas lenguas llamaban el médico del agua, ya que su tratamiento consistía fundamentalmente en ver como evolucionaba la enfermedad e ir paliando los síntomas hasta que el paciente mejorara y que diluía el nitrato de plata en agua para que las heridas no llegaran a infectarse y su cura fuera posible, había recetado a Conchita reposo durante meses y un control de su enfermedad a través de su supervisión.
Don Pedro Velasco, hastiado por la situación, cada día más crítica, le administró por cuenta propia un purgante que, según creyó, pondría fin a su enfermedad. Lejos de provocar el efecto deseado, tuvo el contrario, y la pequeña tuvo una hemorragia interna que acabó con su vida. Y ahí empezaron todos los males de Don Pedro, volviéndose loco. Según cuentan cuando llegó su compañero y amigo llegó a atender a Conchita, sin que pudiera salvarla, no dejaba de gritar «¿Por qué no me mataste a mí primero? ¡He matado a mi hija!».
Antes de ser enterrada, el Dr. Velasco utilizó todos sus conocimientos técnicos en la materia para embalsamar a la niña. El famoso anatomista, en ese sentido, nunca llegó a superar la muerte de su hija, e inundó su vida de retratos y fotografías de ella. Cualquier rincón de su casa, y de hasta su carruaje, contaba con la imagen de Conchita. Una vez terminada la mansión, en 1875, incluso construyó en su interior una capilla en su honor. La obsesión del doctor llegó al punto de exhumar el cadáver y transportarlo a su casa desde el Cementerio de San Isidro, con el absoluto rechazo de su mujer, cosa que ignoró completamente.
De hecho parece ser que cuando en una mañana de 1875 se abrió el ataúd, se encontraron con un cuerpo perfectamente conservado, de una naturaleza macabra. El Dr. Velasco, dicen, no pudo reprimirse y se abalanzó sobre el cuerpo, que abrazó con cuidado, proyectando una felicidad radiante y extraña.
Velasco, ya lejos de cualquier atisbo de cordura, decidió que no volvería a separarse de su hija, y que ésta le acompañaría el resto de su vida, aunque fuera en ese estado: como una momia. Así, el cuerpo de Conchita estuvo expuesto en una de las salas de la mansión, y una vez completado el proceso de momificación de forma efectiva, su padre ordenó que la vistieran, maquillaran, peinaran y adornaran con las más exclusivas joyas. Todo para recobrar un aspecto humano.
Cuentan las crónicas de entonces que el Dr. Velasco hablaba con ella, la sentaba a la mesa y hasta la llevaba a pasear al parque del Retiro. Incluso se dice que fue visto con el antiguo novio de la niña, el también doctor Nuñez Sedeño, subiendo por la noche a un carruaje con el cuerpo de una mujer inerte vestida de novia. En aquella época era frecuente que con 15 años se contrajera matrimonio, que era lo que hubiera sucedido si Conchita no hubiera muerto.
A la muerte de Don Pedro Velasco, la presión familiar hizo que, finalmente, y pasados los años, se le diera santa sepultura a Conchita, a la que se enterró en el cementerio de San Isidro junto a su padre. Asunto zanjado si no fuera porque ciertas versiones contradictorias, no confirmadas, apuntan a que el cuerpo de la niña fue hallado en una sala de la Facultad de Medicina de la Universidad Complutense de Madrid. ¿Cómo llegó hasta allí? ¿Porqué había un cuerpo de las mismas características con una etiqueta que decía «543, momia de la hija del Dr. Velasco»? ¿De quién era, si no?
La respuesta la dio el Dr. Enrique Dorado en una investigación de 1999. Dicho cuerpo, dice, era de Carmen Tarín y Perdiguero, una niña muerta por una tisis pulmonar y cuyo cuerpo fue entregado al Dr. Velasco para su investigación, y de ahí la confusión con la etiqueta. Carmen, al parecer, fue enterrada en un nicho defectuoso, y se momificó por las características químicas de un arroyo que pasaba junto al cuerpo, al exhumar su cadáver el padre de Carmen, un hombre amante de la ciencia, consideró que el descubrimiento era digno de estar en el museo antropológico y donó su cuerpo. En cualquier caso, pasados los años, diversos expertos apuntan a que todo lo que rodea a la hija del doctor es fruto de las supersticiones, de una leyenda, y que el cuerpo ni siquiera llegó a estar en la Universidad, sin embargo no son pocos los estudiantes que aseguran aún hoy en día como por las noches se oye perfectamente las conversaciones entre Don Pedro y Conchita.
Texto: Eva Saez, @zenalmor.
Fotos: Mario Alfonso, realizadas en Noviembre de 2017.
Localización: Sacramental de San Isidro en Madrid.
Éramos tan distintos, Asunción tan beata, tan mojigata, creo que nunca se había planteado porque creía, y yo agnóstico total, los dos habíamos nacido en 1901, yo en Yuncler, ella en Seseña, nos habíamos enamorado en las fiestas de Seseña y a los dos años nos casamos, con el problema de que yo, que me consideraba totalmente ateo no iba a hacer esa patochada de confesarme, y el cura, que se llamaba Timoteo, y que hasta ese momento le consideré mi amigo, se negó a casarnos sino me confesaba. Él, que todos sabíamos en Seseña que tenía un hijo, al que todos llamábamos “sobrino”, exigiendo rectitud cristiana… ¿Pero ¿quién se creía que era él, para dar ejemplos de rectitud cristiana? Después de una larga negociación por parte de familiares se consintió en realizar la boda, aún sin confesión.
No sé porque recuerdo eso ahora, mientras oigo como caen las bombas en Novés, abrazando a mi hijo de cuatro años que no deja de llorar y mirando a Asunción y a Flora que rezan de la mano con un soniquete apenas perceptible y un cierto bamboleo de sus cabezas. Hoy ha sido el primer día que los aviones han bombardeado, ya sabíamos que iba a pasar, llevábamos más de una semana preparándonos, cuando oímos los aviones Esteban y yo, gritamos a todos el mundo y los llevamos corriendo a la cueva, llamábamos así a una especie de refugio improvisado que estaba anexo al ayuntamiento, tuve que coger corriendo a Felipe que ya estaba comiendo bicarbonato, una golosina para un niño de cuatro años, y empezó a llorar, no sé si por el susto de que le cogiera o por el ruido ensordecedor de las bombas que caían.
La gente del pueblo me miraba a mí, como pidiendo una respuesta, como si el hecho de ser el médico de Novés me diera una sabiduría que no tenía. ¿por qué nos tiran bombas a nosotros? Por la noche, el bombardeo terminó y nos atrevimos a salir de la cueva, Novés estaba destrozado, no había ni una casa que no hubiera sufrido daños, me preparé a tener el consultorio lleno de heridos o familiares de heridos que venían a buscar de mi auxilio, pero no fue así, nadie vino, nadie se atrevió a salir de su refugio por si las bombas volvían.
El consultorio, que estaba muy bien equipado, había sufrido pequeños destrozos, las vitrinas donde se guardaban los medicamentos habían estallado en mil pedazos, pero la mayoría de las medicinas se mantenían en su sitio, el suelo era lo peor, lleno de cristales, de las dos ventanas una se mantenía hasta con cristales, la otra había desaparecido del todo, en su lugar un gran orificio que permitía ver los escombros que llenaban las calles vacías y oscuras de Novés.
Con las primeras luces ya en el pueblo se sabía que se había constituido el Comité de Novés, y quienes habían sido los primeros asesinados fueron Mariano Benayas Sánchez, Adrián Gómez Caro Ordoñez, Mariano Caro de Paz y Vicente Maroto Bullido. El primero era el Juez de Paz y los otros empleados del ayuntamiento. Después hubo muchas muertes más.
Por el bando contrario comenzaron más tarde, el día 6 de octubre de 1936, cuando entraron las tropas nacionales en Noves. Pero a diferencia de otras localidades vecinas, aquí sí hubo enfrentamientos armados para entregar la villa. En ese momento la represión cambió de signo. Pero la mayoría de los culpables de los asesinatos cometidos contra derechistas habían huido de la localidad hacia Madrid. Pagaron justos por pecadores. El pueblo quedó desierto ante el temor a ser víctimas de las atrocidades que, se comentaba, cometían los llamados moros. Dejamos las casas, animales y demás enseres abandonados. Noves era una villa fantasma teñida del color de la sangre.
Es imposible, al menos para mí, recordar el nombre de todos los vecinos muertos en ese mes de octubre y semanas posteriores. A Pablo Hernández Vivar, y a un tal Indalecio, cuyo apellido ignoro, les fusilaron en el camino de Caudilla. También asesinaron a otros cuatro o cinco, en la era de la tía Sara, entre ellos un señor conocido como el tío Guiñorra. El mismo día de la ocupación nacional, nada más terminar las escaramuzas defensivas, una señora gritó: “¡Matar a ese rojo!”, refiriéndose a mi amigo Esteban, mi compadre, mi hermano, el boticario de Novés, y su muerte fue inmediata. Ahí decidí coger a mi familia y huir a Seseña. Fue la primera de muchas huidas.
Durante tres meses la gente del pueblo había venido a mi casa en silencio, sin hacer ningún ruido, trayendo consigo objetos valiosos, normalmente de carácter religioso para que se guardaran en nuestro sótano, sabían de mis ideas políticas y daban por hecho que los soldados republicanos no iban a buscar allí. Se almacenaban en unas tinajas enormes que se completaban con paja hasta que una vez llenas del todo se tapaban y se identificaban con un número pintado con tiza, en ese momento se comenzaba a llenar la siguiente tinaja.
Ya hacía más de una semana que los nacionales habían tomado el pueblo y las visitas nocturnas habían desaparecido, así que en una noche oscura, después de la muerte de Esteban montamos en el coche, Asunción, Marisun, Felipe, Flora, Esteban y Florita y salimos en dirección Seseña, esperando que allí las cosas estuvieran mejor y a ser acogidos por las hermanas y la madre de Asunción. Tres adultos y cuatro niños, en medio de una guerra.
Tardamos toda la noche en hacer poco más de 70 km, los niños estaban mareados y no dejaban de vomitar, Flora no dejaba de llorar recordando una y otra vez como habían matado a Esteban y Florita y Esteban, en silencio, no abrieron la boca en todo el camino. Llegamos ya con las primeras luces del día, la casa familiar se encontraba al otro lado del pueblo. El pueblo estaba bien, alguna ventana rota, algún socavón en la calle, pero a simple vista no había sufrido mucho deterioro. Estábamos a 8 de Octubre de 1936 cuando llegamos a Seseña, y no sabíamos lo que se nos venía encima.
Fotos: Mario Alfonso
Texto: Eva Saez @zenalmor.Basado en un suceso real de mi abuelo en la guerra civil española de 1936.
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