Uno de mis desvelos prioritarios se fundamentaba en prestigiar la labor profesional del boticario, hablo en pasado porque ya hace tiempo que me encuentro en la Torrecica, que es como se llama la cárcel donde estoy en la actualidad. Considero que la figura del boticario no está valorada suficientemente en cuanto a su labor sanitaria. La gente, imagino que sin maldad alguna sino por el maldito mostrador y su fácil accesibilidad, tiende a pensar que la simple dispensación de un medicamento, no lleva detrás una ardua tarea de conocimientos farmacológicos.
Hoy día la atención farmacéutica, llevada a cabo en un despacho, está colaborando en gran medida a eliminar la imagen despachadora del profesional farmacéutico, cambiándola por la de su auténtica razón de ser: consejero sanitario, y así llegan vecinos que me dicen “Don José, que me recomienda para la tos, que me recomienda para el dolor de barriga, que me recomienda para las migrañas o para lo que sea” Es como si mis conocimientos farmacológicos solo sirvieran para recomendar…
A estos desvelos les tengo que unir que la limpiadora de la Farmacia, Dolores, lleva de baja cerca de un año y la ha sustituido Bernarda, una mujerona que cuando atraviesa el dintel de la botica nubla el sol y que, además, es un auténtico torbellino, la llaman “La pilila” nunca he sabido el porqué de ese mote, pero así responde cuando la llaman “pilila”
Como se da la circunstancia que por temas de horario la Pilila no puede venir en horas que no sean las de atención al público, he tenido que soportar estar junto a ella la mayor parte del tiempo que estoy en la botica, y lo que es peor, soportar algo que me desagrada profundamente: la simultaneidad de su labor con el barrido y fregoteo de Bernarda, que para más inri no deja de parlotear y cantar, canta muy bien, por cierto, pero no deja de ser muy molesto. Además ese tono de voz estridente y tan alto y continuo, sin parar un solo minuto.
Bernarda me trae de los nervios, es que “No puedo ni mear”, y eso aunque os parezca exagerado no lo es para nada, resulta que la Pilila pega la oreja, la hebra y está en una permanente escucha o no, que a veces pienso que se lo inventa, pero el caso es que la conduce a meterse en todo.
Ayer, aprovechando que Luis el mancebo había salido por cambio al bar de al lado, me fuí al aseo y al salir, me encontré con que Bernarda, muy orgullosa, había despachado una cajita de aspirinas y un chupete. ¿A quien?, le pregunté, francamente alterado y me dice con toda su pancha “Ha síopá la pelirroja, la panocha der quinto, que traía mucha bulla”.
-¿Qué panocha? le dije gritándola.
-La cuñá de Isidoro, erder quiosco de pipa, a la que paese que se la caío en la cabesa la olla del asafrán.
-¿Y qué le has cobrado?
-Lo ha dejao a debé, pero aunque é un chocholoco es güenapagaora.
Este suceso es demostrativo de lo atacado que me pone esa mujer. Llevaba un año aguantando sus parloteos, sus cantos, su falta de respeto a mi y a mi labor de boticario. Así que cogí una llave inglesa que tenía debajo del mostrador por si alguna vez venía un cliente con malas intenciones y la empecé a golpear en la cabeza, una vez y otra y otra, así hasta la pilila dejó de hablar… y de moverse. Cuando acabé solo pensaba en que todo ese desaguisado lo tendría que limpiar yo.
Así que me senté en la silla detrás del mostrador y esperé a que viniera alguien a pedirme opinión. Empecé a oír gritos fuera de la botica, y dos mujeres trajeron a dos guardias de la benemérita mientras le gritaban “ha sio el falangista, ha sio el falangista” y así me enteré que me llamaban en el pueblo el boticario falangista.
Narración: Eva Saez @zenalmor
Fotos: Mario Alfonso @peaton_pulse
Localización: Botica en algún pueblo del Norte de España, Diciembre 2021.
Hoy 27 de Julio de 1982, el diario Seixal ha publicado: “Muere Carolina Ângelo, una de las dos asesinas de la familia Solaris en 1933”. Este diario siempre se ha caracterizado por usar unos titulares que poco o nada tienen que ver con la realidad.
Me llamo Carolina Ângelo, tuve una hermana, Beatriz, que murió en 1937 de inanición, llevaba en el manicomio de Setúbal desde 1933 y desde entonces se negó a comer. Los médicos le dijeron a mi madre que era de anemia, pero yo sabía que se murió de pena por no estar conmigo.
Mi madre, que se llamaba Gertrudis, había tenido tres hijas, la mayor la entregó al poco de nacer en una inclusa y nunca supimos nada de ella. Solo sé que la pusieron de nombre Gertrudis como ella. Tenía solo 10 meses más que yo, y mi madre al nacer yo, pensó que ella era más fuerte y saldría adelante y se quedó conmigo.
Durante mi niñez, mi madre no me quería y mi padre venía por las noches borracho, muy borracho y tampoco me quería. En 1909 nació mi hermana Beatriz, y era lo más bonito que había visto nunca. Yo tenía 4 años y mi hermana se convirtió en mi todo y yo en su todo.
En 1925, nuestra madre, Gertrudis se enteró que en la casa de los Solaris, estaban buscando criadas, y fue con nosotras dos a ofrecernos para el trabajo. Las dos teníamos experiencia como criadas, pero no habíamos estado en una casa tan grande y nos cogieron a las dos. Únicamente vivían allí, el señor, la señora y su hija.
Siete años después, fue el asesinato. Los diarios de la época lo describieron así:
El 2 de febrero de 1933, al anochecer, el señor Solaris -abogado y vecino de la pequeña ciudad de Setúbal, al noroeste de la llanura central de Portugal- corrió alarmado a su domicilio de la calle Outeiro de Saude: desde su despacho había llamado repetidamente por teléfono a su mujer y a su hija sin obtener respuesta.
Era de noche cuando llegó. La puerta principal de la casa tenía el cerrojo echado por dentro y la de servicio había sido atrancada. Envolvía al edificio en un silencio impenetrable. El interior estaba a oscuras. Sólo una débil luz se escapaba por las rendijas de la ventana del cuarto de las criadas, procedentes de un arrabal campesino, Carolina y Beatriz Ângelo, que llevaban siete años al servicio de la familia Solaris.
Los policías Mello y Breyner forzaron la entrada y penetraron en la casa. He aquí, en su seco lenguaje, lo que vieron: «Los cadáveres de la señora y la señorita Solaris yacían en el suelo espantosamente mutilados; el cadáver de la señorita estaba boca abajo, con las faldas subidas y las bragas bajadas y tenía grandes heridas en los muslos; el cadáver de la señora yacía boca arriba, con los ojos arrancados, sin boca ni dientes. Las paredes estaban cubiertas de cuajarones de sangre. En el suelo había huesos, dientes arrancados, un ojo, horquillas, botones, un llavero y un paquete deshecho».
Los policías forzaron la puerta del cuarto de las criadas, era su primer caso de asesinato pertenecían al recién creado PIDE (La Policía Internacional y de Defensa del Estado fue la policía secreta del Estado Novo en Portugal, liderado durante su mayor parte por António de Oliveira Salazar. En ese primer año de vida, no se sabía muy bien donde asignarles y a Mello y Breyner, que en 1933 tenían 21 años fueron asignados a ese caso). Las dos hermanas, desnudas y abrazadas, estaban acostadas en una de las camas. En sus brazos había sangre seca. Ante el comisario de policía se confesaron autoras del crimen sin el menor nerviosismo.
Beatriz lo narró así: «Cuando la señora entró le dije que no me había dado tiempo a repasar la plata. Entonces ella intentó atacarme y yo le arranqué los ojos con los dedos. Mejor dicho, yo no salté contra la señora, sino mi hermana; yo ataqué a la señorita Margarita y fue a ella a quien arranqué los ojos. Carol fue quien arrancó los ojos a la señora. Yo bajé a la cocina y cogí un martillo y un cuchillo. En una mesita había una mano de almirez y la empleamos también. Mi hermana y yo nos intercambiamos varias veces los instrumentos… No me arrepiento de nada, o no sé si me arrepiento. Prefiero haberlas matado antes de que ellas nos mataran a nosotras. No hemos premeditado nada. No odiaba a la señora, pero no toleré el gesto que tuvo conmigo».
Este gesto, de singular relevancia en el espeso misterio que desencadenó la carnicería, fue un simple «¿Y bien?» pronunciado por la señora Solaris para pedir a Beatriz explicaciones de por qué no habían limpiado la plata. La propia Beatriz añadió sobre la inquietante endeblez del motivo: «Nada teníamos contra ellas. Hace demasiado tiempo que somos criadas, eso es todo. Tuvimos que demostrar nuestra fuerza».
Las dos hermanas, sorprendentemente dueñas de sí mismas durante los interrogatorios, se derrumbaron súbitamente en el momento de ser separadas. Se entrelazaron y hubo que emplear la fuerza para desanudar su abrazo. Entre alaridos fueron encerradas en dos celdas individuales.
Según los informes periciales, eran vírgenes y jamás tuvieron ningún tipo de relación con ningún hombre. «Cada una vive únicamente con la otra, pero en este afecto no hay razón para encontrar razones de tipo sexual. No hay indicios de ninguna anomalía física o mental en ellas». Las hermanas, de 28 y 24 años, perdieron el ciclo menstrual a partir del día del crimen.
El juicio de las hermanas Ângelo, celebrado en la Audiencia de Setúbal, creó en la opinión pública portuguesa una sorda sensación de malestar. En las ramificaciones de un hecho tan excepcional como éste fue imposible encontrar ni un solo indicio de excepcionalidad.
Se acumularon en miles de legajos, uno sobre otro, infinidad de detalles cotidianos atrozmente comunes, que eran tanto más insoportables cuanto que cualquier familia con una criada a su servicio reconocía como propios.
De esta manera, el móvil de uno de los actos más salvajes de que hay noticia tenía que ser rebuscado entre los entresijos de la vida en un hogar cualquiera de la burguesía tradicional portuguesa.
Por ejemplo, los guantes blancos que la señora Solaris usó una vez para comprobar si había polvo en los muebles después de una limpieza adquirieron la magnitud de los grandes nexos causales en los grandes acontecimientos. Un papel en el suelo, un gruñido, una mirada insolente, un cruce hosco en la escalera, el silencio de paredes adentro, ese «¿Y bien?» mortal.
Eso era todo: ningún rastro de odio, ninguna pasión, ni un solo acto despiadado, duro o sojuzgado, ninguna cualidad. Los Solaris eran personas diferentes y su comportamiento con las hermanas Ângelo entró siempre en los límites establecidos de la corrección.
Por su parte, las hermanas Ângelo eran tímidas, introvertidas, dóciles y aceptaban su condición. No se registró en las complejas interrelaciones existentes entre las cuatro mujeres ni un solo acto generador de violencia, un despecho que deje rastro, una anomalía persistente, nada. O al menos nada susceptible de ser aislado del conjunto de sus vidas, lo que dio inesperadamente a éstas, consideradas como totalidad, la oscura, inaceptable función de sustituir al móvil.
El edificio jurídico occidental se resquebrajó: una vida, la totalidad de una existencia, se erigía insolentemente como una carcoma en los subterráneos del derecho procesal, en causa profunda, más allá del alcance de los códigos.
Bueno, pues eso realmente no fue así, pero para que decir nada si nadie nos iba a creer. Jamás se descubrió móvil alguno del crimen. El fiscal basó su alegato en la imagen de dos perras rabiosas que muerden la mano del amo que les da de comer. Los defensores coincidieron en la rutina de irresponsabilidad por demencia.
Los jueces, perplejos, impotentes, se vieron forzados a sentenciar sin convicción, en la misma frontera del absurdo: pena de muerte, conmutada por reclusión en un manicomio, a mi hermana Beatriz, y 10 años de cárcel a mí.
No quisimos recurrir la sentencia y nos negamos en rotundo a dar las gracias a nuestros abogados defensores, ¿porque íbamos a hacerlo? Gertrudis nos puso a trabajar desde que éramos unas niñas como criadas. Debió pensar que algo de culpa tenía, porque desde el juicio estaba muy presente, me vino a visitar a la cárcel. Primero vino cuando el juicio que aún estábamos las dos juntas, y la llamamos madame, como llamábamos a la señora Solaris, como ella nos había dicho una y otra vez que debíamos llamarla. Creo que mi madre fue la que nos instigó a matar a la señora Solaris y a su hija, aunque creo que se lo merecían.
En el manicomio de Mafra, donde la internaron, Beatriz se negó a comer y, poco antes del estallido de la II Guerra Mundial, murió de anemia. Su informe se perdió en el incendio del manicomio, a causa de un bombardeo de la aviación aliada durante la ocupación nazi, o eso le dijeron a mi madre cuando fue a visitarla y le dijeron que había muerto. Cuando mi hermana murió yo lo perdí todo. Salí de la cárcel el 3 de febrero de 1943, hacía 10m años que le habíamos sacado los ojos a la madame. Tenía una maleta pequeña donde guardaba todas mis cosas y las de Beatriz, iba vestida de negro, guardando luto por mi hermana, me despedí del guardián de la prisión, y volví a nuestra casa, de la que no he salido hasta hoy, que me he muerto.
Historia:
Eva Sáez.
Fotografía:
Mario Alfonso
Localización:
Lisboa, Portugal. Pequeña vivienda desocupada posiblemente en los años 80.
Eran muy pocas las niñas que se quedaban a comer en aquel colegio católico y femenino al que asistí en mis años infantiles. Las que nos íbamos a casa las mirábamos con cierto desdén compasivo al dejar atrás ese tufo de abandono que nos parecía que desprendían.
Nosotras salíamos por las puertas de caballerizas del edificio y bajábamos corriendo la calle Santa Isabel impulsadas por el hambre de libertad y de comida de madre que nos esperaba al llegar a nuestro hogar. Atravesábamos la Glorieta de Atocha contentas como unas pascuas, dejando atrás los oscuros muros de grueso granito del Hospital San Carlos tras cuyas puertas de solidos barrotes negros algunas comentaban que se habían visto a lo lejos, en el patio interior de suelo terroso, a mujeres vestidas con sucias camisolas blanquecinas y largas melenas deshechas, vagando como espectros de las enfermas psiquiátricas que habían habitado las frías salas de la Institución. En un suspiro, bajando por Santa María de La Cabeza, llegábamos a casa.
Al entrar en aquella vivienda del tercer piso nos recibía el frescor de las habitaciones en penumbra en verano o el aire templado por la calefacción en invierno. Íbamos atravesando olores por los espacios. El olor a botica del despacho de mi padre, el de pelo de muñeca y virutas de lápiz de las habitaciones de los niños, el del perfume de Maderas de Oriente de mi madre del dormitorio, para terminar con el ansiado aroma a guiso de la cocina. Allí, de pie, trajinando en los fogones estaba ella con un delantal de volantes sobre el vestido estampado. Mi madre era una mujer de una clásica belleza española. Con el pelo largo y negrismo con bucles agitanados y el busto desbordando el escote. Siempre admire aquella belleza que la Naturaleza no me tenía reservada. En esa casa no solíamos darnos besos ni al llegar ni al salir y ella, que era una persona básicamente liviana, siempre parecía nerviosa y perdida en otras muchas preocupaciones.
En primavera, algunos días, al llegar se percibía un aroma distinto que me llenaba de alegría. En el carro de la compra junto con los víveres, desde el mercado mi madre había traído un enorme ramo de lilas. Lo había comprado en un puesto del primer piso situado cerca de la pescadería donde además se vendían chucherías, juguetes de plástico de pequeño tamaño y collares de cuentas de colores chillones. El manojo estaba graciosamente colocado en un búcaro de porcelana en la mesa del comedor. El conjunto de flores malvas destacaban con su explosión de tonalidad entre el verde ramaje que los acompañaba. Desprendían un olor dulce, fresco y espeso. Yo me acercaba y aspiraba unos minutos que nunca eran suficientes hasta que el perfume me atravesaba y conseguía retenerlo para evocarlo más tarde. En esos momentos imaginaba a mi madre comprando las flores sabedora de lo que significaban para mí, aunque nunca lo hablásemos ni hubiese posibilidad de esa certeza. Me maravillaba que ella, tan practica y ocupada, hubiese reparado en tener un gesto tan carente de utilidad que yo pensaba estaba solo a mi dedicado. Aunque esto último no fuese cierto yo me quedaba transida de una ternura que era solo mía.
La comida transcurría con una escueta conversación perdida entre vaguedades cotidianas. Mis hermanos, todos menores que yo, discutíamos y nos incitábamos como niños que éramos. Mi madre se ocupaba de nosotros sin caricias, un poco ausente.
Antes de marcharme yo siempre volvía a mis lilas fragrantes. Su olor me acompañaba por las cuestas que se extendían hasta llegar a la escuela por la que subían otras niñas casi siempre acompañadas por sus progenitoras. Yo arrastraba a mis hermanos tras de mi rumiando la vergüenza de esas soledades. Nunca sabría mi madre que ese camino de cada día me hacía sentirme huérfana de su compañía tan ansiada.
Al llegar al colegio, las niñas de comedor nos recibían pintando y jugando entre ellas y yo, ya alejado aquel desprecio, las miraba sintiendo una complicidad secreta de ausencias imperdonables.
El 26 de septiembre hará 10 años que me morí, y no se porqué sigo atada a esta casa, a Villa Manolita, imagino que porque los años más felices de toda mi vida han pasado aquí, no lo se, aquí aprendí a caminar, a hablar, a nadar, a montar en bici, aquí me enamoré, aquí me casé, aquí jugaba partidas eternas de ajedrez con mi hermano Paco, aquí mis hijos aprendieron a caminar, a hablar, a nadar, a montar en bici, aquí se enamoraron, se casaron,…en fin supongo que por todo ello sigo pegada a esta casa.
Mis padres, Francisco y Manuela compraron esta casa en 1916, mi hermano Paco, 3 años mayor que yo no comía, y en una de sus múltiples visitas al doctor Paredes, les dijo a mis padres que para que Paquito se pusiera fuerte y comiera deberían irse a la sierra. Y mis padres, ni cortos ni perezosos decidieron ir en búsqueda de casa en Torrelodones.
Paredes que fue nuestro médico hasta que dejó de ejercer porque tenía Alzheimer, aunque en aquella época aún no se llamaba Alzheimer, solo se decía que estaba senil, bueno pues el que hasta entonces fue nuestro médico, tenía una fe ciega en lo que él llamaba el aire puro de la sierra, y creo que cuando dejó de ser nuestro médico yo ya me había casado, así que sería más o menos en 1941, ya después de la guerra.
En 1916, en Torrelodones se había creado una colonia (La Colonia) donde se habían construido muchas casas tipo chalet, como decimos ahora que estaban preparadas para gente de bien, que en teoría éramos nosotros. La verdad es que no solo miraron en Torrelodones, también en Villalba, incluso Las Rozas, pero mi madre me dijo que Torrelodones les enamoró, la Fuente del Caño, la Atalaya, y sobre todo Villa Manolita. Mi padre vio que la casa estaba en venta y que se llamaba como su madre, mujer a la que mi padre adoró hasta el día de su muerte, y no se lo pensó más, quería vivir en Villa Manolita.
Así que mis padres en el verano de 1916 se trasladaron desde Madrid a pasar grandes temporadas en Torrelodones.
Yo nací el 13 de Julio de 1917, mi madre Manuela se trasladó a Madrid unos días antes para que el parto se pudiera celebrar con mayor seguridad, a los pocos días mi madre volvía conmigo y desde ese verano de 1917 no he dejado ni un solo verano de disfrutar de Villa Manolita.
Mi hermano y yo dormíamos en los cuartos de arriba, al lado del despacho de mi padre, mi padre era un prestigioso abogado y desde su llegada a Torrelodones se convirtió también en una ayuda legal para muchos de los vecinos de la colonia. Supongo que por eso en Torrelodones hay una calle con su nombre y otra con la de mi madre: Don Francisco Lencina y Doña Manuela López. Los dos hicieron mucho por el pueblo, sobre todo durante los años de la guerra, que toda la familia nos trasladamos a vivir aquí, huyendo de los bombardeos y el hambre de Madrid.
El papel de Torrelodones durante la guerra civil es bastante desconocido, pero sin embargo fue un enclave muy importante en batallas como la de Brunete. La zona de los Peñascales, estaba llena de trincheras, ametralladoras y pozos de tiradores. Mis padres me tenían prohibido acercarme allí, pero yo tenía 16 años y una curiosidad enorme, por lo que muchas mañanas me escapaba con Encarna y las dos íbamos a vigilar, la mayoría de los días no pasaba nada, de hecho incluso conocimos a algunos de los soldados que estaban allí y nos ofrecían conversación y algún cigarro. Antes de mediodía teníamos que estar en Villa Manolita porque sino se darían cuenta de que faltábamos.
Encarna se convirtió en mi mejor amiga, en mi confidente, en mi todo. La guerra me daba miedo. Mi hermano estuvo en Brunete, y aunque podía venir todos los días, o casi todos a dormir a casa, yo hasta que no le veía por la noche y me contaba que tal había sido el día no podía descansar. Encarna era la hija de nuestra cocinera, tenía un año menos que yo, y mis padres habían decidido que se quedara en Villa Manolita junto a todo el servicio. Ella dormía en el sótano, junto a sus padres y hermanos menores que todos vivían en nuestra casa. La verdad es que gracias a ellos, comíamos todos los días, teníamos gallinas, conejos, cerdos, vacas,… plantaban todo lo que pudiera ser comible, patatas, tomates, cebollas, ajos, lechugas, cardos (que yo no sabían que existían) hasta borrajas, que yo no había visto nunca que se comieran, pero Asunción, la madre de Encarna las hacía exquisitas.
En la casa durante la guerra, vivíamos muchos, mi hermano Paco se había casado justo antes de empezar la guerra con Consuelo, y ella y sus padres y su hermano Sebastían, que era de mi edad y estaba asustado con la posibilidad de que le llamaran a la guerra se trasladaron a Torrelodones, aquí el bombardeo no era en la calle, se oía más lejano y teníamos comida. Teníamos tanta comida que mi madre creo una asociación y repartía comida entre los habitantes de Torrelodones, a lo mejor por eso le pusieron a ella una calle.
Un día mi hermano vino con otro soldado, se llamaba Fernando, Fernando Suarez y era ingeniero de caminos. Ese mismo día le dije a Encarna ayer conocí a mi futuro marido. Y así fue, nuestro noviazgo duró lo que duró la guerra, en 1941 nos casamos y mi familia quiso que fuera en Torrelodones y así fue. Nos casamos el 4 de junio de 1941 en la iglesia parroquial Asunción de Nuestra Señora, nos casó el párroco Don José Manuel Serrano García, yo le había conocido ya hacía dos años, llegó a hacerse cargo de la parroquia al finalizar la guerra, era muy joven, casi un niño, venía a casa a menudo a hablar con mi padre. Lo primero que hizo al llegar es conseguir que la parroquia volviera a su ser, durante la guerra la iglesia se había convertido en un taller de reparación de vehículos, desde 1936 hasta 1939, no había ningún sacerdote asignado a la iglesia, se comentaba en el Club, que era donde se hacía partícipes a los torresanos de las noticias que pasaban en Torrelodones que el obispo Leopoldo Eijó y Garay había nombrado a Don Domingo Crespo Rosales titular de la iglesia, pero en los tres años nunca apareció por allí, por lo que se utilizó como taller.
Los milicianos convirtieron la parroquia en almacén y taller para la reparación de sus vehículos, hicieron un foso rodeando la parroquia para que no se pudiera acceder fácilmente, al menos con los vehículos, saltar el foso se convirtió en el deseo de casi todos los niños de Torrelodones, que íbamos allí cuando no había nadie, algunos nos veían pero les hacía gracia, yo recuerdo que incluso me ayudaron a saltar.
Durante la guerra pasaron cosas, en 1932 había llegado un maestro a la escuela que se llamaba Mariano Cuadrado. La escuela era la de niños nº 1, la nº 2 era la de niñas, y en aquella época solo podía haber maestros para niños y maestras para niñas. Nosotros aún no vivíamos allí, seguíamos en Madrid, pero mis padres y Mariano Cuadrado se hicieron muy amigos durante el verano de 1932, venía a casa con mucha frecuencia a comer los sábados y los domingos. En mi familia nos acostumbramos a que Mariano comía con nosotros los sábados y los domingos y cuando faltaba alguno preguntábamos por el. Tras la victoria del Frente Popular fue elegido alcalde en marzo de 1936. En esa época ya si vivíamos allí.
Antes de la guerra, Mariano organizó la Escuela de Verano del Partido Socialista Obrero Español, fue todo un evento en Torrelodones, todos fuimos a escuchar a Besteiro y a Largo Caballero en Agosto de 1933, y en aquella época que no sabíamos que iba a pasar todos aplaudimos a rabiar.
Durante la guerra, Mariano organizó la protección de más de 5000 refugiados, algunos pasaban una noche en nuestra casa, el sótano se tuvo que habilitar para que algún refugiado pudiera descansar alguna noche, todo lo organizaba el, mis padres se dejaban hacer. Cuando llegaron Consuelo y su familia mi padre consideró que mejor no pasaran allí más de una noche, pero algunos se quedaban hasta una semana, y algunos como el poeta y su mujer estuvieron casi un mes.
Al finalizar la Guerra Civil Mariano fue detenido el 27 de marzo de 1939 e internado en la cárcel de los Carmelitas en El Escorial, siendo condenado a muerte en Consejo de Guerra y fusilado el 15 de septiembre de ese mismo año en el cementerio de La Almudena de Madrid.
La verdad es que el tiempo de la guerra fue muy triste, a lo mejor yo no lo viví como mis padres o mi hermano, seguía teniendo mi pandilla, seguíamos reuniéndonos en el Club, es cierto que a veces faltaba alguien, a veces solo hablábamos de Madrid, todos o casi todos nos habíamos trasladado a vivir a Torrelodones pensábamos qué por nuestra seguridad, ahora después de tanto tiempo, no se si fue lo mejor o no, pero así fue.
El Club, era un centro para los veraneantes de Torrelodones, realmente para los de la Colonia, aunque nosotros no poníamos ninguna traba a que viniera cualquiera, si que había unas normas que impedían que los torresanos no pudieran entrar, eso se eliminó durante la guerra, aunque al finalizar volvió otra vez a tener restringida la entrada a los que no fueran veraneantes.
Durante la guerra el club se convirtió en el centro neurálgico de Torrelodones, todo el mundo iba allí a recibir noticias de los que estaban en batalla, allí mi padre daba asistencia legal a quien se lo solicitaba, allí mi madre y Asunción iban todas las tardes a llevar comida para quien la necesitara. Allí nos reuníamos todos los jóvenes que no estábamos en la guerra. Allí nos enterábamos si algún camión había cogido a alguno de nosotros para llevarlo a la guerra…
Los republicanos situaron su cuartel general en un chalet que llamábamos “El canto del pico” debido a que su posición, esta en lo alto de una montaña permitía divisar todas las localidades alrededor de Torrelodones. A ese punto lo llamaban posición “Lince” y nos encantaba ese término, a veces jugábamos a la guerra en el club y siempre había alguien que se pedía ser el lince.
Cuando conocí a Fernando dejé de ir al club, al menos con tanta asiduidad, a veces acompañaba a mi madre y a Asunción cuando repartían comida, tenía que ir a por agua todos los días hasta un pozo, el pozo tenia un motor que hacía que el agua subiera hasta nuestra casa, pero necesitaba de electricidad y durante la guerra nos quedábamos muchos días sin electricidad, y además hacía mucho ruido, por lo que decidimos en mi casa que sacaríamos el agua en cubos y lo almacenaríamos en nuestra casa. Durante esa época en Torrelodones no había alcantarillado, había unos pozos negros que se tenían que vaciar, y durante la guerra eso era peligroso, por lo que muchos días nadie lo hacía y un olor nauseabundo impregnaba todas las calles de la colonia.
La guerra cada vez era peor, recuerdo que cuando atacaban con las bombas nos íbamos a pasar las noches al puente de Guadarrama (conocido actualmente como el Puente de Herrera), íbamos todos los que podíamos cargando colchones. En esos momentos, yo le pedía a Santa Rita que no nos pasara nada, así que cuando terminó la Guerra mi madre compró una Santa Rita muy grande para la capilla de Torrelodones, edificada por Andrés Vergara (actualmente la Capilla del Carmen, que pertenece a la Parroquia de San Ignacio de Loyola) Mi madre dejó de llevar comida al Club, en casa cada vez éramos más para alimentar, los animales habían desaparecido, nos los habíamos ido comiendo poco a poco, el huerto también desapareció, a veces llegaban militares y arrasaban con todo.
Encarna y yo empezamos a ir a Galapagar a comprar lentejas, era lo único que se podía comprar y vendía paquetes de cartas para los soldados que estaban en el frente. Los sobres nos los traían en sacos de Madrid, de la oficina de mi padre y así pasamos la guerra, Fernando venía muy a menudo, a veces con mi hermano, a veces solo, pero durante la guerra floreció nuestro noviazgo.
Quise estudiar derecho, como mi padre, pero en aquella época a las mujeres nos resultaba muy complicado acceder a la universidad, así que me decidí por estudiar idiomas y fui aprendiendo contabilidad en el despacho de mi padre.
Después de mi boda con Fernando volvimos a vivir a Madrid y todos los fines de semana volvíamos a Villa Manolita, la casa había tomado una entidad propia, todos decíamos, ¿Vamos a Villa Manolita? ¿Nos vemos en Villa Manolita?… y cada vez nos costaba más volver a Madrid. Cada fin de semana se alargaba, cada verano, cada semana santa, cada Navidad. Empezamos a tener hijos, tres cada uno y el tiempo seguía pasando.
Un día en verano, sería 1967 o 1968, vino un hombre a casa, era alemán y no hablaba prácticamente español, así que mi padre tuvo que esperar a que yo fuera a Villa Manolita a entenderme con él. Se trataba del hijo de Ernst Toller, el “poeta” como le llamábamos nosotros. El poeta vino con su esposa que en aquella época no tendría ni 20 años, Christiane Grautoff se llamaba. Estuvieron un mes con nosotros en los tiempos en los que Mariano Cuadrado Fuentes nos organizaba el refugio de alguno del comité de refugiados para que pasara la noche en Villa Manolita. El caso del poeta y su mujer fue diferente, Ernst se hizo rápidamente amigo de mi padre, hablaban de política, del fascismo, de Hitler, de libertad, recuerdo esas cenas en las que fascinada le escuchaba como con su acento alemán explicaba las cosas en un perfecto español. El hijo de Ernst que se llamaba igual que su padre, emocionado abrazó a mi padre y le comunicó que su padre se había ahorcado en Estados Unidos y que les había dejado una carta con una serie de instrucciones y una de ellas era traer su VEB, que es como llamaba a su coche, a Paco el español, como el llamaba a mi padre. El coche de un precioso color rojo, que mi padre guardó en el garaje de Villa Manolita y nunca volvió a salir de ahí. Ernst hijo, pasó unos días con nosotros, fue una visita agradable, aunque solo se podía comunicar conmigo, y tampoco es que mi alemán fuera muy allá. Vivian en Estados Unidos, sus padres estaban separados y parece que eso le había afectado mucho a su padre que dejó de tener interés por la vida, o eso pensaba su hijo.
En Septiembre de 1975 se casó mi sobrino Paquito, hijo de mi hermano Paco y su mujer Consuelo. Fue el primero de los nietos en casarse, luego vinieron los cinco restantes. Todos se han casado y todos lo han celebrado en Villa Manolita. Desde 1975 a 1982 casi salíamos a boda por año. Y luego empezaron a venir los nietos. Mi padre solo conoció a su primera nieta, a Julia, a los demás ya no los conoció. Mi madre, los conoció a todos, a los 15, pero no creo que al final de su vida fuera capaz de reconocer a ninguno de ellos, ni a mi hermano ni a mi, solo conocía a Consuelo, que ya hacía tiempo que la llamábamos Chelo, y que siempre desde la guerra mi madre y ella habían hecho muy buenas migas.
Mi madre murió en 1992, con un Alzheimer muy avanzado, pero murió aquí, donde hemos muerto todos, bueno mi hermano no, mi hermano murió en Madrid en el Gregorio Marañón, de un infarto con complicaciones. Cuando Paco murió Chelo se vino a vivir a Villa Manolita conmigo y Fernando y con mi madre. Ya éramos tantos en casa que algunos empezaron a alquilarse primero, y luego comprarse casas en Torrelodones, y solo se venía a Villa Manolita a celebrar los cumpleaños, que eran muchos, nochebuena, navidad y alguna otra fecha señalada. Y la paella, la paella de los domingos que era sagrada…. Todos venían, todos… los nietos venían ya con novios, luego empezaron a venir con hijos…
Mi cuñada Chelo murió en 2008, y la familia decidió dejar aquí su urna funeraria, todos sus hijos dijeron que era el lugar del mundo donde había sido más feliz y que ella querría que así fuera, la verdad es que nunca nos dijo nada sobre esto, pero a todos nos pareció bien, cuando Chelo murió yo ya tenía 91 años, pero estaba perfecta. Me quedé sola en Villa Manolita, mis hijos y mis sobrinos se turnaban para que no estuviera sola y todos los días venia alguno y muchas veces mis nietos con algún biznieto.
Villa Manolita seguía en pie. Los dormitorios de arriba, el despacho de mi padre, el sótano donde alojamos a tantos refugiados, donde siempre dormía el servicio. Ahora ya no había servicio, hacía muchos años que nadie que no fuera de la familia dormía en Villa Manolita. Venia un jardinero todos los viernes a arreglar el jardín, la fuente se iba estropeando pero seguía con agua y siendo el centro del jardín.
El 26 de Septiembre de 2011 me morí, y desde entonces sigo ligada a Villa Manolita, llevo diez años viendo como exploradores, que es así como se llaman entre ellos, vienen a mi casa, cada vez más, como alguno viene solo después y se lleva algo, he visto como la fuente se ha ido rompiendo y nadie ha venido a arreglarla, como han dejado de arreglar el jardín, he visto como una nevada enorme ha hundido el despacho de mi padre, he visto como a las dos habitaciones de arriba se les caía el techo… he visto como venía gente a analizar la casa y a valorarla… y sigo aquí pegada a Villa Manolita, pero aún no he descubierto ¿porqué?
Nota de los autores:
Esta historia se ha escrito después de una larga investigación partiendo de los pocos documentos que pudimos observar en la preciosa villa. Partiendo de hechos reales, se ha novelado un poco la historia para rellenar la poca información de que disponíamos.
Si los herederos o familiares leyeran esta corta historia, pedimos perdón por adelantado y esperamos que no se enojen por la historia que hemos expuesto siempre desde el respeto.
Para mi como explorador, comentar que es una de los lugares que he visitado que más me ha llenado, por la historia y la atmosfera de decadencia que hacían que el lugar no fuera de este tiempo.
La primera vez que le ví estaba detrás de unas probetas, le miré y pensé “es guapo para estar aquí”, yo creo que el también me miró, pero siempre lo negó. Estábamos en ese momento en el Pabellón 5, al lado del laboratorio farmacológico.
Ese día llevaba 3 años, 2 meses y 17 días sin dejar de llorar, lamentándome de mi suerte. Los médicos lo intentaban todo conmigo, pero no conseguían apaciguar mi tristeza; había una monja Benedictina, me lo decía ella continuamente, creo que las benedictinas son más monjas que las otras, que me había tomado como su proyecto personal y me sacaba todas las tardes a pasear, y yo me dejaba hacer, sabía que mi vida no iba a mejorar y que iba a estar encerrada en la leprosería toda mi vida.
El 14 de marzo de 1972, 3 meses antes de mi boda, cogí una sartén de la lumbre y no me quemé, mi madre gritó y yo no me di cuenta de lo que había hecho, cuando vi la sartén en mi mano, la solté. Mi madre llamó al médico del pueblo y este vino a casa, pero ya todos en mi casa lo sabíamos. Sabíamos que lo que yo tenía era lepra. En mi pueblo Parcent había habido mucha lepra, todos teníamos algún familiar que lo había tenido, llegó a haber 60 enfermos de los 800 habitantes que tenía Parcent en 1936. Luego llegó la guerra y la postguerra, y el hambre, y la lepra dejó de ser importante. Pero todos sabíamos que estaba allí, rodeando el pueblo y que alguna vez volvería.
No es que fuéramos médicos, pero sabíamos que la enfermedad afecta mucho a la piel, que se pierde el tacto, y que no sientes ni el frio ni el calor de la misma forma. Me puse enferma cuando era la modista más famosa del pueblo. Tenía 26 años cuando supe que tenía lepra. En el pueblo estaba muy mal visto. Mi novio me dijo que lo sentía mucho pero que no podía casarse con una leprosa. Me tuve que ir. Primero a Madrid y desde allí me dijeron que tenia que ir a “sanarme” utilizaron esa expresión a un Lazareto. No había oído nunca que era un lazareto, mi hermano esa misma noche me dijo que era una especie de hospital para leprosos y también para tuberculosos.
El pueblo donde se encontraba la leprosería se llamaba, Hornillos. Hornillos es probablemente el pueblo que más curas tiene por metro cuadrado. En los años 50 y 60, época de familias numerosas, era muy habitual que los vocacionistas vinieran a llevarse chicos y chicas en estos pueblos. Los más pequeños de la familia eran los que solían salir. Los mayores seguían ayudando en el campo y los más críos quedaban liberados para estudiar.
Cuando llegué a la leprosería, sin dejar de llorar ni una sola noche, entablé conversación con señoras del pueblo que venían a ayudar, iban cubiertas como si fueran momias, o al menos así había visto yo en alguna película, y me contaban que antiguamente Hornillos era mucho más Hornillos que ahora, cuando me lo contaban decían con orgullo que había habido ocho rebaños de ovejas, dos carpinterías para carros, una herrería, dos ultramarinos, una escuela con más de 70 niños y niñas y, por supuesto, aquí había una cantera de alevines que -como las de estos lares- sirvió para engrosar las filas de la Iglesia, lo último que decían es que había un convento de benedictinos y una leprosería, esto último lo decían como susurrando.
Tardé poco en acostumbrarme a la leprosería a que dijera buenos días y me contestaran «con Dios», a ir a misa todos los días y a rezar el rosario todas las tardes mientras la madre benedictina me sacaba de paseo.
Y fue llegar en ese autocar, que parecía que íbamos pasajeros “normales” pasando bosques y bosques y de repente ver un cartel que ponía “Instituto Leprológico” y fue empezar a llorar y a llorar y a llorar y así he estado 3 años, 2 meses y 17 días, hasta que detrás de unas probetas vi a Emilio y pensé que era guapo para estar en la leprosería.
Ese día ya tenia 29 años, prácticamente no tenía síntomas visibles de mi enfermedad, en este sanatorio habían empezado muy pronto a utilizar Dapsona, al menos conmigo, de una forma experimental por lo que no tuve mutaciones externas visibles, que al menos en los años que hablo es lo que más rechazo producía.
En la leprosería de Hornillos, había de todo: hospital, cine, telares, cárcel, talleres, imprenta, laboratorio, farmacia, bar, estafeta, estanco, baile, camposanto…, y me dispuse a recorrer todos los rincones con Emilio.
El lazareto disponía del mejor quirófano de la comarca, muchos paisanos de los alrededores nacieron en él, y por esa razón vino Emilio, acababa de finalizar medicina en la universidad de Alcalá de Henares, donde habían trasladado a 20.000 estudiantes de la Universidad Complutense de Madrid. Emilio había empezado tarde a estudiar, tenía ya 26 años y cuando le ofrecieron la plaza para estar en el quirófano de la leprosería no se lo pensó, el sueldo estaba bien y la lepra no le daba ni miedo ni asco. Y es que, pese a que el lazareto se ideó, en pleno siglo XX, a la antigua, como recinto sellado y aislado donde albergar la enfermedad maldita la vida imparable consiguió penetrar en él algunas veces, y enfermos y sanitarios a veces nos encontrábamos y empezábamos una vida juntos.
Nos casamos en la capilla del pueblo. No fue nadie. Sólo mis hermanos, mis padres seguían sintiendo rechazo a la enfermedad y no se acababan de creer que yo estuviera bien. Nadie de la familia de Emilio quiso ni siquiera conocerme. Vivimos en la leprosería casi 10 años, los más felices de nuestra vida. Nacieron nuestras dos niñas, gemelas y guapas, sin ningún atisbo de la enfermedad. El miedo que pasamos en el parto, no lo sabe nadie, pero cuando nos dijeron que las dos estaban bien, fue un alivio. En aquella época no se sabia que la lepra no era hereditaria, pero yo si sabia que yo no lo podía contagiar y que Emilio no era susceptible de ser contagiado, el me decía que yo era bacilífera, y yo le creía porque para eso él era médico.
Durante los diez años que vivimos allí, yo retomé mi trabajo de modista y empecé a hacer ropa a las enfermas que se encontraban allí, pero también a enfermeras y monjas, que tenían que vestir de calle y al cabo de dos años, tenía clientas que venían incluso de Madrid, vinieron a que les hiciera vestidos, estas traían la revista con el vestido que querían, algunas incluso traían la tela, que siempre era lo más difícil de conseguir en la leprosería, porque aunque había un telar era difícil conseguir que los colores y los dibujos salieran como en la revista.
Los sábados a las 8 todo el mundo iba al baile, en primavera y verano, las rosas estaban esplendorosas, había jazmines, incluso alrededor de la cocina había buganvillas que me parecían las flores más bonitas que había visto nunca, me dijeron que eran unas plantas que crecían cerca de las playas, y que había un camarero que las había plantado y que habían agarrado muy bien. El baile era lo mejor de la semana, todo el mundo iba al baile, a veces incluso algunos enfermos tocaban y todo el mundo bailaba.
Los domingos ponían cine, intentaban poner películas que no hicieran sufrir a los enfermos, mucha comedia de Fernando Esteso y Pajares y de Paco Martinez Soria. La verdad es que era una vida feliz, pero las niñas tenían ya cuatro años y aunque yo les había enseñado a leer, pensábamos que deberían ir a la escuela, y a mi ya me habían dado el alta. Emilio podría encontrar otro trabajo. Empezaba el calor, y pensamos que las niñas podrían empezar en la escuela en septiembre.
Como cada verano desde que nos casamos Emilio y yo íbamos a Parcent a ver a mi familia unos días. Aunque el pueblo no tenia playa estábamos muy cerca del mar y las niñas disfrutaban mucho. Mis padres ya se habían acostumbrado a que no teníamos ninguno lepra y nos trataban con normalidad. Después de unos días Emilio y yo decidimos volver a Hornillos y empezar a buscar otro destino laboral, y pensamos que las niñas estarían mejor durante el calor en casa de mis padres con mis hermanos que eran más jóvenes que yo y aún no estaban casados.
La vuelta fue extraña, era 1985 y en Hornillos había vuelto un misionero de Filipinas, donde parece ser que había mucha lepra, y allí a los leprosos les enviaban a la “isla de los muertos vivientes”, que realmente era una prisión. Se llamaba isla de Culión, en teoría aún pertenecía a España y eran muchos los misioneros que acababan allí y que se volvían medio locos. Y este era el caso del padre Damián, no se si ese era su nombre verdadero o se hacía llamar así por el padre Damián de la Isla de Molokai.
El padre Damián empezó a venir a la leprosería todos los días a dar misa, al principio todos éramos bien venidos, pero poco a poco, a los que no teníamos lepra se nos excluyó. Se creó una especie de secta que eran los del “pabellón 5”, y los que no estábamos en ese grupo, éramos increpados e incluso a Emilio le tiraron piedras.
Un día apareció pintado en la pared de nuestra casa “Hijos de Satanás” y ahí empezamos a asustarnos. Me acerque al monasterio benedictino a informarme sobre el grupo “el pabellón 5” y me dijeron que el famoso padre Damián, que también estaba contagiado de lepra, les había dicho que solo los hijos de Satanás se curaban de la lepra, y que había que luchar contra ellos porque estaban poseídos por el demonio. Me aconsejaron que huyéramos, que fuéramos a por nuestras hijas y no volviéramos.
No nos dio tiempo, cuando llegué a nuestra casa, habían cogido a Emilio, le habían crucificado y estaba ardiendo junto a todas nuestras cosas, al menos 50 personas le rodeaban y le gritaban “Muérete, hijo de Satanás, muérete”… Grité… y todos se volvieron hacia mi… corrí…corrí….pero me rodearon, me sujetaron y el padre Damián me sonrió y dijo “muere hija de Satanás” y me clavó un cuchillo en la yugular…
El cristal me separaba del féretro. Tras él, un espacio y la caja inclinada con el cuerpo de mi madre. Como una tarta en un escaparate. Estaba cubierta de un lienzo de raso blanco. Salvo el óvalo de la cara y las manos.
Por las facciones del rostro, apenas se la reconocía. Un mechón inusual la tapaba la frente, la nariz árabe, como la tuvo en vida, afilada en exceso y los labios deformes.
Las manos eran las suyas de siempre: alargadas, finas, los dedos como lápices, nervudos, pequeñas manchitas marrones teñían la piel del dorso y las uñas largas y sin pintar.
Mis hermanos se iban acercando uno tras otro, parecían evitar coincidir frente a ella. De pié con las manos agarradas delante del cuerpo o detrás, la miraban al rostro y después al suelo.
Nadie lloró, ni una sola lágrima se vertió en público en el entierro de mi madre. Sólo caras tristes que miraban su cuerpo en silencio
En un momento se abrió la portezuela detrás de la habitación mortuoria. Un trabajador traía una corona de flores. “Tus hermanos te recordarán siempre” decía una cinta violeta que colgaba encima del circulo amarillo y blanco. Pensé entonces en que cómo mi hermana, tan minuciosa ella para estos detalles, podría haberse olvidado de encargar algo así. Estaba equivocada: segundos después, el mismo funcionario entró cargando otro conjunto ovalado de lirios, claveles y margaritas “Tus hijos y tus nietos no te olvidan”. Se acercaron casi todos para verlo y después se disolvieron.
Yo permanecía sentada sola en un banco tapizado de terciopelo rojo, justo enfrente del cristal.
Las manos de mi madre. Cerré los ojos y el recuerdo me trajo la imagen de un bebe echado en una toquilla de lana azul. Estaba desnudo. Mi madre cogió con una mano las dos piernas al mismo tiempo y lo levantó. Con la otra mano deslizó un pañal en forma de triángulo por debajo de sus nalgas. Lo ajustó a las ingles del pequeño y sujetó los tres picos con un enorme imperdible. Después tomó una camiseta de algodón blanco y le levantó. Puso la abertura superior en la cabeza del niño y lo introdujo primero por la nuca y después hacia la cara sin rozarla. El bebe sonreía mirándola. Después introdujo la manga de la camiseta arrugada de forma que agarró el puño del niño y tiró de él hasta que lo cubrió la manga. Hizo igual con la otra. Con una mano y agilidad de experta volvió al bebé boca a bajo y le abrochó la prenda.
Era una imagen de mi madre que se había acercado a mis recuerdos llena de sol; llena de las manos de mi madre, ágiles, eficaces y algo tiernas. Cogió al bebe entre sus brazos, coloco su cabeza entre su cuello y su hombro y lo acunó. Su mano a lo largo de la espalda del pequeñín, con los dedos separados. Moviendo el cuerpo. Quizá cantando una canción.
Podía haber sido uno de mis hermanos, o uno de mis hijos o las imágenes del deseo de ser yo misma. Un ser pequeño entre las manos de mi madre, cuidado por ellas.
En ese momento un funcionario nos avisó. Iban a cerrar la tapa del ataúd. Nos preguntaba que si queríamos ir a darla el último adiós. Declinamos el ofrecimiento con cortesía y sin culpa.
Preferí quedarme sentada hasta el último momento contemplando sus manos yertas, inmóviles. Toda la falta de vida concentrada en esas manos incapaces de moverse. Cuando las dejé de ver, tuve ganas de llorar. Era curioso. No recordaba cuando mi madre me había tocado por última vez.
Por un momento bajé la cabeza, miré mis manos y las ganas de llorar aumentaron. Llore. Mis manos eran similares a las de mi madre, alargadas, con los dedos finos, nervudas y con las uñas largas sin pintar. Muy parecidas, casi idénticas.
Foto: Mario Alfonso del cementerio de Santa Maria de Madrid
Hoy he descubierto un nueva aplicación, bueno ya se que no es nueva, pero yo no la había usado hasta este año, se trata del ‘best nine’. El Bestnine es básicamente una recopilación de tus nueve mejores fotos del año, aunque no mejores en el sentido de más artísticas o mejores técnicamente, sino las nueve publicaciones que han tenido más éxito en tu perfil de Instagram Durante 2017, es decir, aquellas fotos que han tenido más ‘Me Gusta’ por parte de tus seguidores y amigos. Y si, yo también tengo instagram, mi nombre de usuario es @peaton_pulse, y lo podeis curiosear todo lo que querais ya que tengo el perfil abierto.
No tienes que hacer el #bestnine a mano buceando por todas las fotos de tu perfil, sino que hay herramientas que facilitan su creación y no tardarás más de unos segundos. Desde este blog os recomendamos 2017bestnine.com por su sencillez. Existen muchas otras herramientas online para crear el collage, pero destacamos esta página porque no necesitamos darle acceso a nuestra cuenta, ni nos pide permiso de ningún tipo, simplemente metemos nuestro nombre de usuario en Instagram y en unos segundos analizará cuáles son las fotos con más ‘likes’. El resultado es nuestro #bestnine:
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Hoy vamos a contar una historia verídica, algo que pasó en Madrid y de lo que durante muchos años se habló por todas partes. La historia de Conchita González de Velasco y Pérez, como pone en su sepultura.
El Doctor Pedro González de Velasco, que hoy da nombre a la calle del Dr. Velasco de Madrid -entre la calle Alfonso XII y la ronda de Atocha- había alcanzado un elevado estatus como anatomista en la España del siglo XIX, y ordenó la construcción de una mansión que, además de servirle como residencia, se utilizara como museo personal para la fantástica colección etnológica que poseía de sus numerosos viajes al extranjero. Dicha construcción neoclásica alberga en el presente el Museo Nacional de Antropología, justo enfrente de la estación de trenes de Atocha.
El museo se concibió en sus inicios como un importante punto de encuentro para el pensamiento liberal de la época, con una sala dedicada específicamente al estudio del Hombre y su relación con el cosmos. Además, contaba con un amplio repertorio de conchas de mar, plantas o esqueletos. Una joya que, sin embargo, empezó a perder brillo por un asunto personal que afectaba a la única hija del Dr. Velasco: Concha o Conchita como la llamaba su padre.
Conchita, de quince años, había contraído el tifus una década atrás, en 1864, y no mejoraba con el tratamiento que le había recetado el Dr. Mariano Benavente, amigo personal de Velasco, y padre no solo del premio nobel Jacinto Benavente, sino también de la pediatría actual. Don Mariano Benavente, al que las malas lenguas llamaban el médico del agua, ya que su tratamiento consistía fundamentalmente en ver como evolucionaba la enfermedad e ir paliando los síntomas hasta que el paciente mejorara y que diluía el nitrato de plata en agua para que las heridas no llegaran a infectarse y su cura fuera posible, había recetado a Conchita reposo durante meses y un control de su enfermedad a través de su supervisión.
Don Pedro Velasco, hastiado por la situación, cada día más crítica, le administró por cuenta propia un purgante que, según creyó, pondría fin a su enfermedad. Lejos de provocar el efecto deseado, tuvo el contrario, y la pequeña tuvo una hemorragia interna que acabó con su vida. Y ahí empezaron todos los males de Don Pedro, volviéndose loco. Según cuentan cuando llegó su compañero y amigo llegó a atender a Conchita, sin que pudiera salvarla, no dejaba de gritar «¿Por qué no me mataste a mí primero? ¡He matado a mi hija!».
Antes de ser enterrada, el Dr. Velasco utilizó todos sus conocimientos técnicos en la materia para embalsamar a la niña. El famoso anatomista, en ese sentido, nunca llegó a superar la muerte de su hija, e inundó su vida de retratos y fotografías de ella. Cualquier rincón de su casa, y de hasta su carruaje, contaba con la imagen de Conchita. Una vez terminada la mansión, en 1875, incluso construyó en su interior una capilla en su honor. La obsesión del doctor llegó al punto de exhumar el cadáver y transportarlo a su casa desde el Cementerio de San Isidro, con el absoluto rechazo de su mujer, cosa que ignoró completamente.
De hecho parece ser que cuando en una mañana de 1875 se abrió el ataúd, se encontraron con un cuerpo perfectamente conservado, de una naturaleza macabra. El Dr. Velasco, dicen, no pudo reprimirse y se abalanzó sobre el cuerpo, que abrazó con cuidado, proyectando una felicidad radiante y extraña.
Velasco, ya lejos de cualquier atisbo de cordura, decidió que no volvería a separarse de su hija, y que ésta le acompañaría el resto de su vida, aunque fuera en ese estado: como una momia. Así, el cuerpo de Conchita estuvo expuesto en una de las salas de la mansión, y una vez completado el proceso de momificación de forma efectiva, su padre ordenó que la vistieran, maquillaran, peinaran y adornaran con las más exclusivas joyas. Todo para recobrar un aspecto humano.
Cuentan las crónicas de entonces que el Dr. Velasco hablaba con ella, la sentaba a la mesa y hasta la llevaba a pasear al parque del Retiro. Incluso se dice que fue visto con el antiguo novio de la niña, el también doctor Nuñez Sedeño, subiendo por la noche a un carruaje con el cuerpo de una mujer inerte vestida de novia. En aquella época era frecuente que con 15 años se contrajera matrimonio, que era lo que hubiera sucedido si Conchita no hubiera muerto.
A la muerte de Don Pedro Velasco, la presión familiar hizo que, finalmente, y pasados los años, se le diera santa sepultura a Conchita, a la que se enterró en el cementerio de San Isidro junto a su padre. Asunto zanjado si no fuera porque ciertas versiones contradictorias, no confirmadas, apuntan a que el cuerpo de la niña fue hallado en una sala de la Facultad de Medicina de la Universidad Complutense de Madrid. ¿Cómo llegó hasta allí? ¿Porqué había un cuerpo de las mismas características con una etiqueta que decía «543, momia de la hija del Dr. Velasco»? ¿De quién era, si no?
La respuesta la dio el Dr. Enrique Dorado en una investigación de 1999. Dicho cuerpo, dice, era de Carmen Tarín y Perdiguero, una niña muerta por una tisis pulmonar y cuyo cuerpo fue entregado al Dr. Velasco para su investigación, y de ahí la confusión con la etiqueta. Carmen, al parecer, fue enterrada en un nicho defectuoso, y se momificó por las características químicas de un arroyo que pasaba junto al cuerpo, al exhumar su cadáver el padre de Carmen, un hombre amante de la ciencia, consideró que el descubrimiento era digno de estar en el museo antropológico y donó su cuerpo. En cualquier caso, pasados los años, diversos expertos apuntan a que todo lo que rodea a la hija del doctor es fruto de las supersticiones, de una leyenda, y que el cuerpo ni siquiera llegó a estar en la Universidad, sin embargo no son pocos los estudiantes que aseguran aún hoy en día como por las noches se oye perfectamente las conversaciones entre Don Pedro y Conchita.
Texto: Eva Saez, @zenalmor.
Fotos: Mario Alfonso, realizadas en Noviembre de 2017.
Localización: Sacramental de San Isidro en Madrid.
Éramos tan distintos, Asunción tan beata, tan mojigata, creo que nunca se había planteado porque creía, y yo agnóstico total, los dos habíamos nacido en 1901, yo en Yuncler, ella en Seseña, nos habíamos enamorado en las fiestas de Seseña y a los dos años nos casamos, con el problema de que yo, que me consideraba totalmente ateo no iba a hacer esa patochada de confesarme, y el cura, que se llamaba Timoteo, y que hasta ese momento le consideré mi amigo, se negó a casarnos sino me confesaba. Él, que todos sabíamos en Seseña que tenía un hijo, al que todos llamábamos “sobrino”, exigiendo rectitud cristiana… ¿Pero ¿quién se creía que era él, para dar ejemplos de rectitud cristiana? Después de una larga negociación por parte de familiares se consintió en realizar la boda, aún sin confesión.
No sé porque recuerdo eso ahora, mientras oigo como caen las bombas en Novés, abrazando a mi hijo de cuatro años que no deja de llorar y mirando a Asunción y a Flora que rezan de la mano con un soniquete apenas perceptible y un cierto bamboleo de sus cabezas. Hoy ha sido el primer día que los aviones han bombardeado, ya sabíamos que iba a pasar, llevábamos más de una semana preparándonos, cuando oímos los aviones Esteban y yo, gritamos a todos el mundo y los llevamos corriendo a la cueva, llamábamos así a una especie de refugio improvisado que estaba anexo al ayuntamiento, tuve que coger corriendo a Felipe que ya estaba comiendo bicarbonato, una golosina para un niño de cuatro años, y empezó a llorar, no sé si por el susto de que le cogiera o por el ruido ensordecedor de las bombas que caían.
La gente del pueblo me miraba a mí, como pidiendo una respuesta, como si el hecho de ser el médico de Novés me diera una sabiduría que no tenía. ¿por qué nos tiran bombas a nosotros? Por la noche, el bombardeo terminó y nos atrevimos a salir de la cueva, Novés estaba destrozado, no había ni una casa que no hubiera sufrido daños, me preparé a tener el consultorio lleno de heridos o familiares de heridos que venían a buscar de mi auxilio, pero no fue así, nadie vino, nadie se atrevió a salir de su refugio por si las bombas volvían.
El consultorio, que estaba muy bien equipado, había sufrido pequeños destrozos, las vitrinas donde se guardaban los medicamentos habían estallado en mil pedazos, pero la mayoría de las medicinas se mantenían en su sitio, el suelo era lo peor, lleno de cristales, de las dos ventanas una se mantenía hasta con cristales, la otra había desaparecido del todo, en su lugar un gran orificio que permitía ver los escombros que llenaban las calles vacías y oscuras de Novés.
Con las primeras luces ya en el pueblo se sabía que se había constituido el Comité de Novés, y quienes habían sido los primeros asesinados fueron Mariano Benayas Sánchez, Adrián Gómez Caro Ordoñez, Mariano Caro de Paz y Vicente Maroto Bullido. El primero era el Juez de Paz y los otros empleados del ayuntamiento. Después hubo muchas muertes más.
Por el bando contrario comenzaron más tarde, el día 6 de octubre de 1936, cuando entraron las tropas nacionales en Noves. Pero a diferencia de otras localidades vecinas, aquí sí hubo enfrentamientos armados para entregar la villa. En ese momento la represión cambió de signo. Pero la mayoría de los culpables de los asesinatos cometidos contra derechistas habían huido de la localidad hacia Madrid. Pagaron justos por pecadores. El pueblo quedó desierto ante el temor a ser víctimas de las atrocidades que, se comentaba, cometían los llamados moros. Dejamos las casas, animales y demás enseres abandonados. Noves era una villa fantasma teñida del color de la sangre.
Es imposible, al menos para mí, recordar el nombre de todos los vecinos muertos en ese mes de octubre y semanas posteriores. A Pablo Hernández Vivar, y a un tal Indalecio, cuyo apellido ignoro, les fusilaron en el camino de Caudilla. También asesinaron a otros cuatro o cinco, en la era de la tía Sara, entre ellos un señor conocido como el tío Guiñorra. El mismo día de la ocupación nacional, nada más terminar las escaramuzas defensivas, una señora gritó: “¡Matar a ese rojo!”, refiriéndose a mi amigo Esteban, mi compadre, mi hermano, el boticario de Novés, y su muerte fue inmediata. Ahí decidí coger a mi familia y huir a Seseña. Fue la primera de muchas huidas.
Durante tres meses la gente del pueblo había venido a mi casa en silencio, sin hacer ningún ruido, trayendo consigo objetos valiosos, normalmente de carácter religioso para que se guardaran en nuestro sótano, sabían de mis ideas políticas y daban por hecho que los soldados republicanos no iban a buscar allí. Se almacenaban en unas tinajas enormes que se completaban con paja hasta que una vez llenas del todo se tapaban y se identificaban con un número pintado con tiza, en ese momento se comenzaba a llenar la siguiente tinaja.
Ya hacía más de una semana que los nacionales habían tomado el pueblo y las visitas nocturnas habían desaparecido, así que en una noche oscura, después de la muerte de Esteban montamos en el coche, Asunción, Marisun, Felipe, Flora, Esteban y Florita y salimos en dirección Seseña, esperando que allí las cosas estuvieran mejor y a ser acogidos por las hermanas y la madre de Asunción. Tres adultos y cuatro niños, en medio de una guerra.
Tardamos toda la noche en hacer poco más de 70 km, los niños estaban mareados y no dejaban de vomitar, Flora no dejaba de llorar recordando una y otra vez como habían matado a Esteban y Florita y Esteban, en silencio, no abrieron la boca en todo el camino. Llegamos ya con las primeras luces del día, la casa familiar se encontraba al otro lado del pueblo. El pueblo estaba bien, alguna ventana rota, algún socavón en la calle, pero a simple vista no había sufrido mucho deterioro. Estábamos a 8 de Octubre de 1936 cuando llegamos a Seseña, y no sabíamos lo que se nos venía encima.
Fotos: Mario Alfonso
Texto: Eva Saez @zenalmor.Basado en un suceso real de mi abuelo en la guerra civil española de 1936.
¡¡¡¿Donde esta mi puta mermelada?!!!¡¡¡¿Donde esta mi puta mermelada?!!!¡¡¡¿Donde esta mi puta mermelada?!!! en mi cabeza no dejaba de oírse esa frase, el señor se había dado cuenta de que faltaba el bote de su mermelada, pero Julia no sabía ni lo que era la mermelada, tenia 5 años y no sabía lo que era la mermelada, y aunque no dejaba que entráramos a hacer su habitación, todos sabíamos que tenia la bañera llena de comida y de bebida. Solo quería que mi hija probara la mermelada.
Estábamos hartos del hambre, de mendigar unas lentejas… y menos mal que los padres de Aurora tenían un economato lleno de latas y seguía abierto, la mayoría de las latas las intercambiaban por lentejas o pan o leche, pero comíamos muy poco y mal.
Y Julia, que solo tenia 5 años no había probado nunca la mermelada, ni siquiera sabía lo que era. En Madrid no había mucha fruta que conservar. Así que un día que vi la habitación sin el candado, use la llave maestra del hotel y entré en la habitación.
Era increíble, la bañera estaba llena de whisky, botellas y botellas de whisky, debajo de la cama, había latas de comida, botes de mermelada, había tantos, que no pensé que se fuera a dar cuenta, pero se dio cuenta. Ya me dijo Paquito el de la puerta «el Sr Hemingway es un mal hombre, tiene de todo pero no comparte nada».
Pues si, le estaremos muy agradecidos de que este en nuestro país siendo corresponsal de la guerra, pero buen sueldo que tendrá, creo que hace crónicas para el North American Newspaper Alliance, y le pagan una habitación en el Hotel Florida y encima se va a cenar todos los días al hotel Gran Vía, que es el único sitio de madrid donde se puede cenar con seguridad porque siempre tiene provisiones. Y el resto estamos con hambre, con hijos que lloran porque se acuestan sin cenar, repartiendo un puñado de lentejas para 8, y con una niña que no sabe lo que es la mermelada.
Nadie sabe que fui yo el que cogió la mermelada, me hubieran echado del hotel, y en ese momento en Madrid no hubiera encontrado otro trabajo, y aunque fuera poco, algo llevaba a casa. La señora Dolores que era la ama de llaves debió sospechar, porque ante los gritos del señor esa mañana durante el desayuno, se acercó a mi y me dijo «Andres, tu no sabes nada de la mermelada, no?», «yo que voy a saber Señora Dolores, yo que voy a saber» pero si sabia, si. Anoche nos la comimos entera, a cucharadas….
Nunca he dejado de escuchar Donde está mi puta mermelada? Hemingway se fue de España, la guerra acabó y en 1964 derribaron el hotel, yo ya no trabajaba allí, mis suegros me dejaron su economato y me dedique a él hasta que me morí de un infarto en 1972.
Mis antiguos compañeros del hotel, me decían que en el Hotel se veía un fantasma, que gritaba ¿donde esta mi puta mermelada? eso decían que pasaba cuando ya el hotel no iba bien, y estaban pensando en venderlo, y yo pensaba que lo decían para atraer turistas, que siempre hay gente que le gusta lo de la cosa de los fantasmas.
De hecho aunque no le di mayor importancia, no dejé de pensar en la mermelada de Hemingway, y cuando se hizo más famoso y todos leímos «Por quien doblan las campanas?», incluso yo llegué a leer «El viejo y el mar», seguía recordando el episodio de la mermelada, y no dejaba de recordar la cara de felicidad que puso Julia al saborear por primera vez la mermelada, años después Julia seguía diciendo que había sido la mejor mermelada que había tomado nunca, y la verdad es que nunca supimos de que sabor era, pero era algo que no habíamos probado nunca… o tenia tanto azúcar y nosotros tanto hambre que no fuimos capaces de reconocer.
Bueno, el caso es que en 1972, tuve un infarto y fallecí, y en ese momento escuche retumbando en mis oídos ¡¡¡Tu me has robado mi puta mermelada!!!, desde entonces, hace ya 45 años, no dejo de huir de un fantasma enfadado que me persigue por el mundo exigiéndome una mermelada que robe en 1937, porque mi hija de 5 años no había probado la mermelada y porque además tenía hambre.
Historia:
Autora: Zenalmor, Basada en una historia real sucedida en Madrid en 1936.
Fotos:
Autor: Mario Alfonso. De localizaciones en Portugal, Italia, Bélgica y Francia.
Fotos reales del hotel Florida durante la contienda del 36…
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