La primera vez que le ví estaba detrás de unas probetas, le miré y pensé “es guapo para estar aquí”, yo creo que el también me miró, pero siempre lo negó. Estábamos en ese momento en el Pabellón 5, al lado del laboratorio farmacológico.
Ese día llevaba 3 años, 2 meses y 17 días sin dejar de llorar, lamentándome de mi suerte. Los médicos lo intentaban todo conmigo, pero no conseguían apaciguar mi tristeza; había una monja Benedictina, me lo decía ella continuamente, creo que las benedictinas son más monjas que las otras, que me había tomado como su proyecto personal y me sacaba todas las tardes a pasear, y yo me dejaba hacer, sabía que mi vida no iba a mejorar y que iba a estar encerrada en la leprosería toda mi vida.
El 14 de marzo de 1972, 3 meses antes de mi boda, cogí una sartén de la lumbre y no me quemé, mi madre gritó y yo no me di cuenta de lo que había hecho, cuando vi la sartén en mi mano, la solté. Mi madre llamó al médico del pueblo y este vino a casa, pero ya todos en mi casa lo sabíamos. Sabíamos que lo que yo tenía era lepra. En mi pueblo Parcent había habido mucha lepra, todos teníamos algún familiar que lo había tenido, llegó a haber 60 enfermos de los 800 habitantes que tenía Parcent en 1936. Luego llegó la guerra y la postguerra, y el hambre, y la lepra dejó de ser importante. Pero todos sabíamos que estaba allí, rodeando el pueblo y que alguna vez volvería.
No es que fuéramos médicos, pero sabíamos que la enfermedad afecta mucho a la piel, que se pierde el tacto, y que no sientes ni el frio ni el calor de la misma forma. Me puse enferma cuando era la modista más famosa del pueblo. Tenía 26 años cuando supe que tenía lepra. En el pueblo estaba muy mal visto. Mi novio me dijo que lo sentía mucho pero que no podía casarse con una leprosa. Me tuve que ir. Primero a Madrid y desde allí me dijeron que tenia que ir a “sanarme” utilizaron esa expresión a un Lazareto. No había oído nunca que era un lazareto, mi hermano esa misma noche me dijo que era una especie de hospital para leprosos y también para tuberculosos.
El pueblo donde se encontraba la leprosería se llamaba, Hornillos. Hornillos es probablemente el pueblo que más curas tiene por metro cuadrado. En los años 50 y 60, época de familias numerosas, era muy habitual que los vocacionistas vinieran a llevarse chicos y chicas en estos pueblos. Los más pequeños de la familia eran los que solían salir. Los mayores seguían ayudando en el campo y los más críos quedaban liberados para estudiar.
Cuando llegué a la leprosería, sin dejar de llorar ni una sola noche, entablé conversación con señoras del pueblo que venían a ayudar, iban cubiertas como si fueran momias, o al menos así había visto yo en alguna película, y me contaban que antiguamente Hornillos era mucho más Hornillos que ahora, cuando me lo contaban decían con orgullo que había habido ocho rebaños de ovejas, dos carpinterías para carros, una herrería, dos ultramarinos, una escuela con más de 70 niños y niñas y, por supuesto, aquí había una cantera de alevines que -como las de estos lares- sirvió para engrosar las filas de la Iglesia, lo último que decían es que había un convento de benedictinos y una leprosería, esto último lo decían como susurrando.
Tardé poco en acostumbrarme a la leprosería a que dijera buenos días y me contestaran «con Dios», a ir a misa todos los días y a rezar el rosario todas las tardes mientras la madre benedictina me sacaba de paseo.
Y fue llegar en ese autocar, que parecía que íbamos pasajeros “normales” pasando bosques y bosques y de repente ver un cartel que ponía “Instituto Leprológico” y fue empezar a llorar y a llorar y a llorar y así he estado 3 años, 2 meses y 17 días, hasta que detrás de unas probetas vi a Emilio y pensé que era guapo para estar en la leprosería.
Ese día ya tenia 29 años, prácticamente no tenía síntomas visibles de mi enfermedad, en este sanatorio habían empezado muy pronto a utilizar Dapsona, al menos conmigo, de una forma experimental por lo que no tuve mutaciones externas visibles, que al menos en los años que hablo es lo que más rechazo producía.
En la leprosería de Hornillos, había de todo: hospital, cine, telares, cárcel, talleres, imprenta, laboratorio, farmacia, bar, estafeta, estanco, baile, camposanto…, y me dispuse a recorrer todos los rincones con Emilio.
El lazareto disponía del mejor quirófano de la comarca, muchos paisanos de los alrededores nacieron en él, y por esa razón vino Emilio, acababa de finalizar medicina en la universidad de Alcalá de Henares, donde habían trasladado a 20.000 estudiantes de la Universidad Complutense de Madrid. Emilio había empezado tarde a estudiar, tenía ya 26 años y cuando le ofrecieron la plaza para estar en el quirófano de la leprosería no se lo pensó, el sueldo estaba bien y la lepra no le daba ni miedo ni asco. Y es que, pese a que el lazareto se ideó, en pleno siglo XX, a la antigua, como recinto sellado y aislado donde albergar la enfermedad maldita la vida imparable consiguió penetrar en él algunas veces, y enfermos y sanitarios a veces nos encontrábamos y empezábamos una vida juntos.
Nos casamos en la capilla del pueblo. No fue nadie. Sólo mis hermanos, mis padres seguían sintiendo rechazo a la enfermedad y no se acababan de creer que yo estuviera bien. Nadie de la familia de Emilio quiso ni siquiera conocerme. Vivimos en la leprosería casi 10 años, los más felices de nuestra vida. Nacieron nuestras dos niñas, gemelas y guapas, sin ningún atisbo de la enfermedad. El miedo que pasamos en el parto, no lo sabe nadie, pero cuando nos dijeron que las dos estaban bien, fue un alivio. En aquella época no se sabia que la lepra no era hereditaria, pero yo si sabia que yo no lo podía contagiar y que Emilio no era susceptible de ser contagiado, el me decía que yo era bacilífera, y yo le creía porque para eso él era médico.
Durante los diez años que vivimos allí, yo retomé mi trabajo de modista y empecé a hacer ropa a las enfermas que se encontraban allí, pero también a enfermeras y monjas, que tenían que vestir de calle y al cabo de dos años, tenía clientas que venían incluso de Madrid, vinieron a que les hiciera vestidos, estas traían la revista con el vestido que querían, algunas incluso traían la tela, que siempre era lo más difícil de conseguir en la leprosería, porque aunque había un telar era difícil conseguir que los colores y los dibujos salieran como en la revista.
Los sábados a las 8 todo el mundo iba al baile, en primavera y verano, las rosas estaban esplendorosas, había jazmines, incluso alrededor de la cocina había buganvillas que me parecían las flores más bonitas que había visto nunca, me dijeron que eran unas plantas que crecían cerca de las playas, y que había un camarero que las había plantado y que habían agarrado muy bien. El baile era lo mejor de la semana, todo el mundo iba al baile, a veces incluso algunos enfermos tocaban y todo el mundo bailaba.
Los domingos ponían cine, intentaban poner películas que no hicieran sufrir a los enfermos, mucha comedia de Fernando Esteso y Pajares y de Paco Martinez Soria. La verdad es que era una vida feliz, pero las niñas tenían ya cuatro años y aunque yo les había enseñado a leer, pensábamos que deberían ir a la escuela, y a mi ya me habían dado el alta. Emilio podría encontrar otro trabajo. Empezaba el calor, y pensamos que las niñas podrían empezar en la escuela en septiembre.
Como cada verano desde que nos casamos Emilio y yo íbamos a Parcent a ver a mi familia unos días. Aunque el pueblo no tenia playa estábamos muy cerca del mar y las niñas disfrutaban mucho. Mis padres ya se habían acostumbrado a que no teníamos ninguno lepra y nos trataban con normalidad. Después de unos días Emilio y yo decidimos volver a Hornillos y empezar a buscar otro destino laboral, y pensamos que las niñas estarían mejor durante el calor en casa de mis padres con mis hermanos que eran más jóvenes que yo y aún no estaban casados.
La vuelta fue extraña, era 1985 y en Hornillos había vuelto un misionero de Filipinas, donde parece ser que había mucha lepra, y allí a los leprosos les enviaban a la “isla de los muertos vivientes”, que realmente era una prisión. Se llamaba isla de Culión, en teoría aún pertenecía a España y eran muchos los misioneros que acababan allí y que se volvían medio locos. Y este era el caso del padre Damián, no se si ese era su nombre verdadero o se hacía llamar así por el padre Damián de la Isla de Molokai.
El padre Damián empezó a venir a la leprosería todos los días a dar misa, al principio todos éramos bien venidos, pero poco a poco, a los que no teníamos lepra se nos excluyó. Se creó una especie de secta que eran los del “pabellón 5”, y los que no estábamos en ese grupo, éramos increpados e incluso a Emilio le tiraron piedras.
Un día apareció pintado en la pared de nuestra casa “Hijos de Satanás” y ahí empezamos a asustarnos. Me acerque al monasterio benedictino a informarme sobre el grupo “el pabellón 5” y me dijeron que el famoso padre Damián, que también estaba contagiado de lepra, les había dicho que solo los hijos de Satanás se curaban de la lepra, y que había que luchar contra ellos porque estaban poseídos por el demonio. Me aconsejaron que huyéramos, que fuéramos a por nuestras hijas y no volviéramos.
No nos dio tiempo, cuando llegué a nuestra casa, habían cogido a Emilio, le habían crucificado y estaba ardiendo junto a todas nuestras cosas, al menos 50 personas le rodeaban y le gritaban “Muérete, hijo de Satanás, muérete”… Grité… y todos se volvieron hacia mi… corrí…corrí….pero me rodearon, me sujetaron y el padre Damián me sonrió y dijo “muere hija de Satanás” y me clavó un cuchillo en la yugular…
Y ahí morí, ahí morimos los dos.
Fotos:
Eva Saez @zenalmor
Mario Alfonso @peaton_pulse
Texto
Eva Saez @zenalmor