La primera nota que escribí a Sonsoles fue el 28 de julio, ese día llegué al pueblo, a la casa de mi abuela, que ahora era mi casa. Siempre me había gustado esa casa, pasé todas las vacaciones de mi vida en ella, primero con mis abuelos, luego solo con mi abuela, luego mi madre y luego sola.
No había nacido en ese pueblo, pero mis padres y mis abuelos si, mis cuatro abuelos, así que me sentía tan de pueblo que hasta heredé el mote de mi abuela “La churra”. En ese pueblo hice mis primeros amigos, tuve mi primer amor, en ese pueblo viví más de lo que he vivido nunca en ningún otro sitio.
El día 28 de julio llegué a casa, cansada, muy cansada. Había estado ingresada dos semanas en el hospital, y no era la primera vez. A veces pensaba que pasaba más tiempo en el hospital que en mi propia casa, por eso cuando llegaba al pueblo quería olvidarme de todo, disfrutar y ser feliz. Ese día ya sabía que me iba a morir, que no iba a pasar de ese verano, y le escribí la primera nota a Sonsoles, le dije gracias por ser mi amiga, solo eso. La escondí en un cajón que sabía que ella miraría cuando muriera.
Sonsoles no era mi única amiga, pero sí que creo que es la que más me va a echar de menos.
Cuando murió mi madre, de una forma estúpida, como solo puede ser un accidente fortuito, la casa fue para mí. No creo que nadie pensara otra cosa, yo era la que había venido cada día de las vacaciones. Mi hermano prácticamente no iba al pueblo, el tenía otros amigos, otra familia, otro lugar donde estar. Estuvimos unos años manteniendo la casa de mis padres entre los dos, pero solo eran problemas, así que la vendimos y con el dinero yo decidí arreglar la casa de la abuela, creo que en esos momentos pensaba que podríamos pasar nuestra vejez allí.
Sonsoles se encargó de todo, de diseñar las reformas, de decidir el suelo, las paredes, los electrodomésticos de la cocina, donde estaría la calefacción, y cuando llegué ese año en las vacaciones de semana santa ya estaba todo terminado. No le faltaba un detalle, hasta la cama dorada de mi abuela brillaba. Después, justo después cogimos el covid, primero mi marido, luego yo. Ya nunca nada volvió a ser igual, no es que antes fuera todo bien. Siempre he estado enferma, no sé muy bien porqué, a lo mejor porque fumaba, porque bebía, o porque no era feliz.
Volvimos al pueblo el 28 de julio, ese día ya sabía que me iba a morir, y sabía que iba a ser pronto. Dejé de tomarme la medicación, no se lo dije a nadie. Creo que Sonsoles, sospechaba, porque varias veces me preguntó que qué medicación tomaba, y yo siempre daba largas, y ella dejaba de preguntar.
Teníamos un perro al que queríamos como un hijo, ya sé que es absurdo, pero es así, no habíamos tenido hijos, ni perros, ni gatos ni nada, pero a mi madre siempre le habían gustado los buldog franceses, y cuando mi madre murió y tuve la oportunidad, adoptamos uno, que nos alegro la vida, a los dos, no solo a mí.
Cuando salimos del hospital con el covid, primero yo, luego mi marido, decidimos dejar de fumar. Mi hermano me trajo al perro, que lo tenía él, pero los dos estábamos tan cansados, que no podíamos sacarlo, no sé si eso influyó, pero al poco tiempo el perro murió, de cáncer de pulmón. En esos momento, de verdad que es muy difícil hacer como que estas bien, siempre como de broma, como que todo está bien, como que la vida es esto y hay que seguir con ella. Pero yo ya estaba cansada de vivir, de pasar un cáncer, de tener metástasis, de quimioterapia, radioterapia, estaba tan cansada de todo. De ir al hospital, tan cansada de enfermedades, de tristezas, de la muerte de mis padres, tan jóvenes los dos.
Sabía que antes o después volverían a ingresarme, cada vez me encontraba peor, pero no lo decía, siempre decía no, estoy mejor, me encuentro mucho mejor. Mentía para no preocupar a nadie, a mi familia, a mis amigos.
Pensé donde colocar la segunda nota, sabía que en el momento en que Sonsoles encontrara la primera nota, buscaría a ver si había más notas. Primero lloraría, pero luego entendería y buscaría más. Así que decidí numerarlas, cogí la primera nota y la metí en un sobre donde escribí NOTA PARA SONSOLES (1) así ella ya sabría que había más y que las buscaría.
Busqué sobres, no solía tener mucho material en el pueblo, y me acordé de cuando recibía cartas en el pueblo de mis amigas de Madrid, busqué, porque estaba segura de haberlas guardado en una caja. Las encontré, me seguía gustando esa caja, era una caja de madera, que había lijado, pintado y barnizado, era bastante grande. Fue una de las primeras cosas de artesanía que hice, ya tendría más de 20 años. Cogí los sobres, todos dirigidos a mí, y saqué las cartas, que volví a dejar en la caja. Solo me interesaban los sobres.
Sonsoles no era del pueblo, vino con su marido y durante mucho tiempo todo el mundo la llamaba “La gallega”, se ganó a todo el pueblo con su alegría, su simpatía y sobre todo por su capacidad para trabajar. Yo creo que ya nadie se acuerda que no era del pueblo, ahora es del pueblo.
En la segunda nota quería decirle lo que quería que se hiciera con mis cenizas, pero pensé que ella no sería la receptora de ese mensaje, así que una noche como quien no quiere la cosa le dije a mi marido que cuando yo me muriera echaran mis cenizas en las tres cruces, le dije ¿Me lo prometes? Y él me dijo que sí, pero no sabía que se lo decía porque iba a tener que hacerlo pronto.
Ese día me puse a pensar quien iría al tanatorio, ¿A cuál me llevarían? ¿De qué hablarían? ¿Llorarían?
La segunda nota fue fácil, la desee lo mejor, desee que en su vida fuera feliz, que sus hijas y su marido fueran felices, que su vida fuera plena, sin enfermedades, sin penurias, la desee que viajara, que conociera mundo. Sonsoles nunca había salido de España, la desee que conociera todo lo que quisiera conocer, que viera todo lo que quisiera ver, y que lo hiciera pronto.
Me puse a pensar en mi familia, escasa, éramos tan poca familia y con tan poca relación. Imaginaba que todos se reunirían por mí. Imagino que en el pueblo.
Ya tenía claro que iban a ser cuatro notas, pero también tenía claro que la cuarta nota debería ser especial. En la tercera nota le dejé la receta de las rosquillas de mi abuela, era de las pocas cosas que hacía en la cocina que me salían mejor que a ella. Siempre me pedía la receta y yo le decía que se la daría cuando me muriera. Va a ser terrible cuando la lea, ahí sí que no dejará de llorar. También le quería decir que cuidara de mi marido, de mi casa, pero se que lo hará sin que yo se lo pida, así que para que gastar una nota.
Después de unos días en el pueblo, volví a Madrid, y me ingresaron, ya lo sabía yo, pero parece que a la gente la sorprendió. En dos únicos días me morí, no sé si saben muy bien de que, de todo, de todo, me morí de todo. Y una vez muerta, de nuevo en el pueblo, escribí la cuarta nota a Sonsoles.
“Querida Sonsoles, esta es la última nota que te escribo, si la estás leyendo es que ya me he muerto y estas en casa buscando la última nota. Pues es esta, solo quería abrazarte por última vez, así que gírate.”
Sonsoles se giró a su espalda, me miró, gritó de pánico y corrió hacia la puerta. Sigo esperando su ultimo abrazo.
Fotos:
Mario Alfonso, @peaton_pulse, Viaje en agosto de 2022
Uno de mis desvelos prioritarios se fundamentaba en prestigiar la labor profesional del boticario, hablo en pasado porque ya hace tiempo que me encuentro en la Torrecica, que es como se llama la cárcel donde estoy en la actualidad. Considero que la figura del boticario no está valorada suficientemente en cuanto a su labor sanitaria. La gente, imagino que sin maldad alguna sino por el maldito mostrador y su fácil accesibilidad, tiende a pensar que la simple dispensación de un medicamento, no lleva detrás una ardua tarea de conocimientos farmacológicos.
Hoy día la atención farmacéutica, llevada a cabo en un despacho, está colaborando en gran medida a eliminar la imagen despachadora del profesional farmacéutico, cambiándola por la de su auténtica razón de ser: consejero sanitario, y así llegan vecinos que me dicen “Don José, que me recomienda para la tos, que me recomienda para el dolor de barriga, que me recomienda para las migrañas o para lo que sea” Es como si mis conocimientos farmacológicos solo sirvieran para recomendar…
A estos desvelos les tengo que unir que la limpiadora de la Farmacia, Dolores, lleva de baja cerca de un año y la ha sustituido Bernarda, una mujerona que cuando atraviesa el dintel de la botica nubla el sol y que, además, es un auténtico torbellino, la llaman “La pilila” nunca he sabido el porqué de ese mote, pero así responde cuando la llaman “pilila”
Como se da la circunstancia que por temas de horario la Pilila no puede venir en horas que no sean las de atención al público, he tenido que soportar estar junto a ella la mayor parte del tiempo que estoy en la botica, y lo que es peor, soportar algo que me desagrada profundamente: la simultaneidad de su labor con el barrido y fregoteo de Bernarda, que para más inri no deja de parlotear y cantar, canta muy bien, por cierto, pero no deja de ser muy molesto. Además ese tono de voz estridente y tan alto y continuo, sin parar un solo minuto.
Bernarda me trae de los nervios, es que “No puedo ni mear”, y eso aunque os parezca exagerado no lo es para nada, resulta que la Pilila pega la oreja, la hebra y está en una permanente escucha o no, que a veces pienso que se lo inventa, pero el caso es que la conduce a meterse en todo.
Ayer, aprovechando que Luis el mancebo había salido por cambio al bar de al lado, me fuí al aseo y al salir, me encontré con que Bernarda, muy orgullosa, había despachado una cajita de aspirinas y un chupete. ¿A quien?, le pregunté, francamente alterado y me dice con toda su pancha “Ha síopá la pelirroja, la panocha der quinto, que traía mucha bulla”.
-¿Qué panocha? le dije gritándola.
-La cuñá de Isidoro, erder quiosco de pipa, a la que paese que se la caío en la cabesa la olla del asafrán.
-¿Y qué le has cobrado?
-Lo ha dejao a debé, pero aunque é un chocholoco es güenapagaora.
Este suceso es demostrativo de lo atacado que me pone esa mujer. Llevaba un año aguantando sus parloteos, sus cantos, su falta de respeto a mi y a mi labor de boticario. Así que cogí una llave inglesa que tenía debajo del mostrador por si alguna vez venía un cliente con malas intenciones y la empecé a golpear en la cabeza, una vez y otra y otra, así hasta la pilila dejó de hablar… y de moverse. Cuando acabé solo pensaba en que todo ese desaguisado lo tendría que limpiar yo.
Así que me senté en la silla detrás del mostrador y esperé a que viniera alguien a pedirme opinión. Empecé a oír gritos fuera de la botica, y dos mujeres trajeron a dos guardias de la benemérita mientras le gritaban “ha sio el falangista, ha sio el falangista” y así me enteré que me llamaban en el pueblo el boticario falangista.
Narración: Eva Saez @zenalmor
Fotos: Mario Alfonso @peaton_pulse
Localización: Botica en algún pueblo del Norte de España, Diciembre 2021.
El 26 de septiembre hará 10 años que me morí, y no se porqué sigo atada a esta casa, a Villa Manolita, imagino que porque los años más felices de toda mi vida han pasado aquí, no lo se, aquí aprendí a caminar, a hablar, a nadar, a montar en bici, aquí me enamoré, aquí me casé, aquí jugaba partidas eternas de ajedrez con mi hermano Paco, aquí mis hijos aprendieron a caminar, a hablar, a nadar, a montar en bici, aquí se enamoraron, se casaron,…en fin supongo que por todo ello sigo pegada a esta casa.
Mis padres, Francisco y Manuela compraron esta casa en 1916, mi hermano Paco, 3 años mayor que yo no comía, y en una de sus múltiples visitas al doctor Paredes, les dijo a mis padres que para que Paquito se pusiera fuerte y comiera deberían irse a la sierra. Y mis padres, ni cortos ni perezosos decidieron ir en búsqueda de casa en Torrelodones.
Paredes que fue nuestro médico hasta que dejó de ejercer porque tenía Alzheimer, aunque en aquella época aún no se llamaba Alzheimer, solo se decía que estaba senil, bueno pues el que hasta entonces fue nuestro médico, tenía una fe ciega en lo que él llamaba el aire puro de la sierra, y creo que cuando dejó de ser nuestro médico yo ya me había casado, así que sería más o menos en 1941, ya después de la guerra.
En 1916, en Torrelodones se había creado una colonia (La Colonia) donde se habían construido muchas casas tipo chalet, como decimos ahora que estaban preparadas para gente de bien, que en teoría éramos nosotros. La verdad es que no solo miraron en Torrelodones, también en Villalba, incluso Las Rozas, pero mi madre me dijo que Torrelodones les enamoró, la Fuente del Caño, la Atalaya, y sobre todo Villa Manolita. Mi padre vio que la casa estaba en venta y que se llamaba como su madre, mujer a la que mi padre adoró hasta el día de su muerte, y no se lo pensó más, quería vivir en Villa Manolita.
Así que mis padres en el verano de 1916 se trasladaron desde Madrid a pasar grandes temporadas en Torrelodones.
Yo nací el 13 de Julio de 1917, mi madre Manuela se trasladó a Madrid unos días antes para que el parto se pudiera celebrar con mayor seguridad, a los pocos días mi madre volvía conmigo y desde ese verano de 1917 no he dejado ni un solo verano de disfrutar de Villa Manolita.
Mi hermano y yo dormíamos en los cuartos de arriba, al lado del despacho de mi padre, mi padre era un prestigioso abogado y desde su llegada a Torrelodones se convirtió también en una ayuda legal para muchos de los vecinos de la colonia. Supongo que por eso en Torrelodones hay una calle con su nombre y otra con la de mi madre: Don Francisco Lencina y Doña Manuela López. Los dos hicieron mucho por el pueblo, sobre todo durante los años de la guerra, que toda la familia nos trasladamos a vivir aquí, huyendo de los bombardeos y el hambre de Madrid.
El papel de Torrelodones durante la guerra civil es bastante desconocido, pero sin embargo fue un enclave muy importante en batallas como la de Brunete. La zona de los Peñascales, estaba llena de trincheras, ametralladoras y pozos de tiradores. Mis padres me tenían prohibido acercarme allí, pero yo tenía 16 años y una curiosidad enorme, por lo que muchas mañanas me escapaba con Encarna y las dos íbamos a vigilar, la mayoría de los días no pasaba nada, de hecho incluso conocimos a algunos de los soldados que estaban allí y nos ofrecían conversación y algún cigarro. Antes de mediodía teníamos que estar en Villa Manolita porque sino se darían cuenta de que faltábamos.
Encarna se convirtió en mi mejor amiga, en mi confidente, en mi todo. La guerra me daba miedo. Mi hermano estuvo en Brunete, y aunque podía venir todos los días, o casi todos a dormir a casa, yo hasta que no le veía por la noche y me contaba que tal había sido el día no podía descansar. Encarna era la hija de nuestra cocinera, tenía un año menos que yo, y mis padres habían decidido que se quedara en Villa Manolita junto a todo el servicio. Ella dormía en el sótano, junto a sus padres y hermanos menores que todos vivían en nuestra casa. La verdad es que gracias a ellos, comíamos todos los días, teníamos gallinas, conejos, cerdos, vacas,… plantaban todo lo que pudiera ser comible, patatas, tomates, cebollas, ajos, lechugas, cardos (que yo no sabían que existían) hasta borrajas, que yo no había visto nunca que se comieran, pero Asunción, la madre de Encarna las hacía exquisitas.
En la casa durante la guerra, vivíamos muchos, mi hermano Paco se había casado justo antes de empezar la guerra con Consuelo, y ella y sus padres y su hermano Sebastían, que era de mi edad y estaba asustado con la posibilidad de que le llamaran a la guerra se trasladaron a Torrelodones, aquí el bombardeo no era en la calle, se oía más lejano y teníamos comida. Teníamos tanta comida que mi madre creo una asociación y repartía comida entre los habitantes de Torrelodones, a lo mejor por eso le pusieron a ella una calle.
Un día mi hermano vino con otro soldado, se llamaba Fernando, Fernando Suarez y era ingeniero de caminos. Ese mismo día le dije a Encarna ayer conocí a mi futuro marido. Y así fue, nuestro noviazgo duró lo que duró la guerra, en 1941 nos casamos y mi familia quiso que fuera en Torrelodones y así fue. Nos casamos el 4 de junio de 1941 en la iglesia parroquial Asunción de Nuestra Señora, nos casó el párroco Don José Manuel Serrano García, yo le había conocido ya hacía dos años, llegó a hacerse cargo de la parroquia al finalizar la guerra, era muy joven, casi un niño, venía a casa a menudo a hablar con mi padre. Lo primero que hizo al llegar es conseguir que la parroquia volviera a su ser, durante la guerra la iglesia se había convertido en un taller de reparación de vehículos, desde 1936 hasta 1939, no había ningún sacerdote asignado a la iglesia, se comentaba en el Club, que era donde se hacía partícipes a los torresanos de las noticias que pasaban en Torrelodones que el obispo Leopoldo Eijó y Garay había nombrado a Don Domingo Crespo Rosales titular de la iglesia, pero en los tres años nunca apareció por allí, por lo que se utilizó como taller.
Los milicianos convirtieron la parroquia en almacén y taller para la reparación de sus vehículos, hicieron un foso rodeando la parroquia para que no se pudiera acceder fácilmente, al menos con los vehículos, saltar el foso se convirtió en el deseo de casi todos los niños de Torrelodones, que íbamos allí cuando no había nadie, algunos nos veían pero les hacía gracia, yo recuerdo que incluso me ayudaron a saltar.
Durante la guerra pasaron cosas, en 1932 había llegado un maestro a la escuela que se llamaba Mariano Cuadrado. La escuela era la de niños nº 1, la nº 2 era la de niñas, y en aquella época solo podía haber maestros para niños y maestras para niñas. Nosotros aún no vivíamos allí, seguíamos en Madrid, pero mis padres y Mariano Cuadrado se hicieron muy amigos durante el verano de 1932, venía a casa con mucha frecuencia a comer los sábados y los domingos. En mi familia nos acostumbramos a que Mariano comía con nosotros los sábados y los domingos y cuando faltaba alguno preguntábamos por el. Tras la victoria del Frente Popular fue elegido alcalde en marzo de 1936. En esa época ya si vivíamos allí.
Antes de la guerra, Mariano organizó la Escuela de Verano del Partido Socialista Obrero Español, fue todo un evento en Torrelodones, todos fuimos a escuchar a Besteiro y a Largo Caballero en Agosto de 1933, y en aquella época que no sabíamos que iba a pasar todos aplaudimos a rabiar.
Durante la guerra, Mariano organizó la protección de más de 5000 refugiados, algunos pasaban una noche en nuestra casa, el sótano se tuvo que habilitar para que algún refugiado pudiera descansar alguna noche, todo lo organizaba el, mis padres se dejaban hacer. Cuando llegaron Consuelo y su familia mi padre consideró que mejor no pasaran allí más de una noche, pero algunos se quedaban hasta una semana, y algunos como el poeta y su mujer estuvieron casi un mes.
Al finalizar la Guerra Civil Mariano fue detenido el 27 de marzo de 1939 e internado en la cárcel de los Carmelitas en El Escorial, siendo condenado a muerte en Consejo de Guerra y fusilado el 15 de septiembre de ese mismo año en el cementerio de La Almudena de Madrid.
La verdad es que el tiempo de la guerra fue muy triste, a lo mejor yo no lo viví como mis padres o mi hermano, seguía teniendo mi pandilla, seguíamos reuniéndonos en el Club, es cierto que a veces faltaba alguien, a veces solo hablábamos de Madrid, todos o casi todos nos habíamos trasladado a vivir a Torrelodones pensábamos qué por nuestra seguridad, ahora después de tanto tiempo, no se si fue lo mejor o no, pero así fue.
El Club, era un centro para los veraneantes de Torrelodones, realmente para los de la Colonia, aunque nosotros no poníamos ninguna traba a que viniera cualquiera, si que había unas normas que impedían que los torresanos no pudieran entrar, eso se eliminó durante la guerra, aunque al finalizar volvió otra vez a tener restringida la entrada a los que no fueran veraneantes.
Durante la guerra el club se convirtió en el centro neurálgico de Torrelodones, todo el mundo iba allí a recibir noticias de los que estaban en batalla, allí mi padre daba asistencia legal a quien se lo solicitaba, allí mi madre y Asunción iban todas las tardes a llevar comida para quien la necesitara. Allí nos reuníamos todos los jóvenes que no estábamos en la guerra. Allí nos enterábamos si algún camión había cogido a alguno de nosotros para llevarlo a la guerra…
Los republicanos situaron su cuartel general en un chalet que llamábamos “El canto del pico” debido a que su posición, esta en lo alto de una montaña permitía divisar todas las localidades alrededor de Torrelodones. A ese punto lo llamaban posición “Lince” y nos encantaba ese término, a veces jugábamos a la guerra en el club y siempre había alguien que se pedía ser el lince.
Cuando conocí a Fernando dejé de ir al club, al menos con tanta asiduidad, a veces acompañaba a mi madre y a Asunción cuando repartían comida, tenía que ir a por agua todos los días hasta un pozo, el pozo tenia un motor que hacía que el agua subiera hasta nuestra casa, pero necesitaba de electricidad y durante la guerra nos quedábamos muchos días sin electricidad, y además hacía mucho ruido, por lo que decidimos en mi casa que sacaríamos el agua en cubos y lo almacenaríamos en nuestra casa. Durante esa época en Torrelodones no había alcantarillado, había unos pozos negros que se tenían que vaciar, y durante la guerra eso era peligroso, por lo que muchos días nadie lo hacía y un olor nauseabundo impregnaba todas las calles de la colonia.
La guerra cada vez era peor, recuerdo que cuando atacaban con las bombas nos íbamos a pasar las noches al puente de Guadarrama (conocido actualmente como el Puente de Herrera), íbamos todos los que podíamos cargando colchones. En esos momentos, yo le pedía a Santa Rita que no nos pasara nada, así que cuando terminó la Guerra mi madre compró una Santa Rita muy grande para la capilla de Torrelodones, edificada por Andrés Vergara (actualmente la Capilla del Carmen, que pertenece a la Parroquia de San Ignacio de Loyola) Mi madre dejó de llevar comida al Club, en casa cada vez éramos más para alimentar, los animales habían desaparecido, nos los habíamos ido comiendo poco a poco, el huerto también desapareció, a veces llegaban militares y arrasaban con todo.
Encarna y yo empezamos a ir a Galapagar a comprar lentejas, era lo único que se podía comprar y vendía paquetes de cartas para los soldados que estaban en el frente. Los sobres nos los traían en sacos de Madrid, de la oficina de mi padre y así pasamos la guerra, Fernando venía muy a menudo, a veces con mi hermano, a veces solo, pero durante la guerra floreció nuestro noviazgo.
Quise estudiar derecho, como mi padre, pero en aquella época a las mujeres nos resultaba muy complicado acceder a la universidad, así que me decidí por estudiar idiomas y fui aprendiendo contabilidad en el despacho de mi padre.
Después de mi boda con Fernando volvimos a vivir a Madrid y todos los fines de semana volvíamos a Villa Manolita, la casa había tomado una entidad propia, todos decíamos, ¿Vamos a Villa Manolita? ¿Nos vemos en Villa Manolita?… y cada vez nos costaba más volver a Madrid. Cada fin de semana se alargaba, cada verano, cada semana santa, cada Navidad. Empezamos a tener hijos, tres cada uno y el tiempo seguía pasando.
Un día en verano, sería 1967 o 1968, vino un hombre a casa, era alemán y no hablaba prácticamente español, así que mi padre tuvo que esperar a que yo fuera a Villa Manolita a entenderme con él. Se trataba del hijo de Ernst Toller, el “poeta” como le llamábamos nosotros. El poeta vino con su esposa que en aquella época no tendría ni 20 años, Christiane Grautoff se llamaba. Estuvieron un mes con nosotros en los tiempos en los que Mariano Cuadrado Fuentes nos organizaba el refugio de alguno del comité de refugiados para que pasara la noche en Villa Manolita. El caso del poeta y su mujer fue diferente, Ernst se hizo rápidamente amigo de mi padre, hablaban de política, del fascismo, de Hitler, de libertad, recuerdo esas cenas en las que fascinada le escuchaba como con su acento alemán explicaba las cosas en un perfecto español. El hijo de Ernst que se llamaba igual que su padre, emocionado abrazó a mi padre y le comunicó que su padre se había ahorcado en Estados Unidos y que les había dejado una carta con una serie de instrucciones y una de ellas era traer su VEB, que es como llamaba a su coche, a Paco el español, como el llamaba a mi padre. El coche de un precioso color rojo, que mi padre guardó en el garaje de Villa Manolita y nunca volvió a salir de ahí. Ernst hijo, pasó unos días con nosotros, fue una visita agradable, aunque solo se podía comunicar conmigo, y tampoco es que mi alemán fuera muy allá. Vivian en Estados Unidos, sus padres estaban separados y parece que eso le había afectado mucho a su padre que dejó de tener interés por la vida, o eso pensaba su hijo.
En Septiembre de 1975 se casó mi sobrino Paquito, hijo de mi hermano Paco y su mujer Consuelo. Fue el primero de los nietos en casarse, luego vinieron los cinco restantes. Todos se han casado y todos lo han celebrado en Villa Manolita. Desde 1975 a 1982 casi salíamos a boda por año. Y luego empezaron a venir los nietos. Mi padre solo conoció a su primera nieta, a Julia, a los demás ya no los conoció. Mi madre, los conoció a todos, a los 15, pero no creo que al final de su vida fuera capaz de reconocer a ninguno de ellos, ni a mi hermano ni a mi, solo conocía a Consuelo, que ya hacía tiempo que la llamábamos Chelo, y que siempre desde la guerra mi madre y ella habían hecho muy buenas migas.
Mi madre murió en 1992, con un Alzheimer muy avanzado, pero murió aquí, donde hemos muerto todos, bueno mi hermano no, mi hermano murió en Madrid en el Gregorio Marañón, de un infarto con complicaciones. Cuando Paco murió Chelo se vino a vivir a Villa Manolita conmigo y Fernando y con mi madre. Ya éramos tantos en casa que algunos empezaron a alquilarse primero, y luego comprarse casas en Torrelodones, y solo se venía a Villa Manolita a celebrar los cumpleaños, que eran muchos, nochebuena, navidad y alguna otra fecha señalada. Y la paella, la paella de los domingos que era sagrada…. Todos venían, todos… los nietos venían ya con novios, luego empezaron a venir con hijos…
Mi cuñada Chelo murió en 2008, y la familia decidió dejar aquí su urna funeraria, todos sus hijos dijeron que era el lugar del mundo donde había sido más feliz y que ella querría que así fuera, la verdad es que nunca nos dijo nada sobre esto, pero a todos nos pareció bien, cuando Chelo murió yo ya tenía 91 años, pero estaba perfecta. Me quedé sola en Villa Manolita, mis hijos y mis sobrinos se turnaban para que no estuviera sola y todos los días venia alguno y muchas veces mis nietos con algún biznieto.
Villa Manolita seguía en pie. Los dormitorios de arriba, el despacho de mi padre, el sótano donde alojamos a tantos refugiados, donde siempre dormía el servicio. Ahora ya no había servicio, hacía muchos años que nadie que no fuera de la familia dormía en Villa Manolita. Venia un jardinero todos los viernes a arreglar el jardín, la fuente se iba estropeando pero seguía con agua y siendo el centro del jardín.
El 26 de Septiembre de 2011 me morí, y desde entonces sigo ligada a Villa Manolita, llevo diez años viendo como exploradores, que es así como se llaman entre ellos, vienen a mi casa, cada vez más, como alguno viene solo después y se lleva algo, he visto como la fuente se ha ido rompiendo y nadie ha venido a arreglarla, como han dejado de arreglar el jardín, he visto como una nevada enorme ha hundido el despacho de mi padre, he visto como a las dos habitaciones de arriba se les caía el techo… he visto como venía gente a analizar la casa y a valorarla… y sigo aquí pegada a Villa Manolita, pero aún no he descubierto ¿porqué?
Nota de los autores:
Esta historia se ha escrito después de una larga investigación partiendo de los pocos documentos que pudimos observar en la preciosa villa. Partiendo de hechos reales, se ha novelado un poco la historia para rellenar la poca información de que disponíamos.
Si los herederos o familiares leyeran esta corta historia, pedimos perdón por adelantado y esperamos que no se enojen por la historia que hemos expuesto siempre desde el respeto.
Para mi como explorador, comentar que es una de los lugares que he visitado que más me ha llenado, por la historia y la atmosfera de decadencia que hacían que el lugar no fuera de este tiempo.
La primera vez que le ví estaba detrás de unas probetas, le miré y pensé “es guapo para estar aquí”, yo creo que el también me miró, pero siempre lo negó. Estábamos en ese momento en el Pabellón 5, al lado del laboratorio farmacológico.
Ese día llevaba 3 años, 2 meses y 17 días sin dejar de llorar, lamentándome de mi suerte. Los médicos lo intentaban todo conmigo, pero no conseguían apaciguar mi tristeza; había una monja Benedictina, me lo decía ella continuamente, creo que las benedictinas son más monjas que las otras, que me había tomado como su proyecto personal y me sacaba todas las tardes a pasear, y yo me dejaba hacer, sabía que mi vida no iba a mejorar y que iba a estar encerrada en la leprosería toda mi vida.
El 14 de marzo de 1972, 3 meses antes de mi boda, cogí una sartén de la lumbre y no me quemé, mi madre gritó y yo no me di cuenta de lo que había hecho, cuando vi la sartén en mi mano, la solté. Mi madre llamó al médico del pueblo y este vino a casa, pero ya todos en mi casa lo sabíamos. Sabíamos que lo que yo tenía era lepra. En mi pueblo Parcent había habido mucha lepra, todos teníamos algún familiar que lo había tenido, llegó a haber 60 enfermos de los 800 habitantes que tenía Parcent en 1936. Luego llegó la guerra y la postguerra, y el hambre, y la lepra dejó de ser importante. Pero todos sabíamos que estaba allí, rodeando el pueblo y que alguna vez volvería.
No es que fuéramos médicos, pero sabíamos que la enfermedad afecta mucho a la piel, que se pierde el tacto, y que no sientes ni el frio ni el calor de la misma forma. Me puse enferma cuando era la modista más famosa del pueblo. Tenía 26 años cuando supe que tenía lepra. En el pueblo estaba muy mal visto. Mi novio me dijo que lo sentía mucho pero que no podía casarse con una leprosa. Me tuve que ir. Primero a Madrid y desde allí me dijeron que tenia que ir a “sanarme” utilizaron esa expresión a un Lazareto. No había oído nunca que era un lazareto, mi hermano esa misma noche me dijo que era una especie de hospital para leprosos y también para tuberculosos.
El pueblo donde se encontraba la leprosería se llamaba, Hornillos. Hornillos es probablemente el pueblo que más curas tiene por metro cuadrado. En los años 50 y 60, época de familias numerosas, era muy habitual que los vocacionistas vinieran a llevarse chicos y chicas en estos pueblos. Los más pequeños de la familia eran los que solían salir. Los mayores seguían ayudando en el campo y los más críos quedaban liberados para estudiar.
Cuando llegué a la leprosería, sin dejar de llorar ni una sola noche, entablé conversación con señoras del pueblo que venían a ayudar, iban cubiertas como si fueran momias, o al menos así había visto yo en alguna película, y me contaban que antiguamente Hornillos era mucho más Hornillos que ahora, cuando me lo contaban decían con orgullo que había habido ocho rebaños de ovejas, dos carpinterías para carros, una herrería, dos ultramarinos, una escuela con más de 70 niños y niñas y, por supuesto, aquí había una cantera de alevines que -como las de estos lares- sirvió para engrosar las filas de la Iglesia, lo último que decían es que había un convento de benedictinos y una leprosería, esto último lo decían como susurrando.
Tardé poco en acostumbrarme a la leprosería a que dijera buenos días y me contestaran «con Dios», a ir a misa todos los días y a rezar el rosario todas las tardes mientras la madre benedictina me sacaba de paseo.
Y fue llegar en ese autocar, que parecía que íbamos pasajeros “normales” pasando bosques y bosques y de repente ver un cartel que ponía “Instituto Leprológico” y fue empezar a llorar y a llorar y a llorar y así he estado 3 años, 2 meses y 17 días, hasta que detrás de unas probetas vi a Emilio y pensé que era guapo para estar en la leprosería.
Ese día ya tenia 29 años, prácticamente no tenía síntomas visibles de mi enfermedad, en este sanatorio habían empezado muy pronto a utilizar Dapsona, al menos conmigo, de una forma experimental por lo que no tuve mutaciones externas visibles, que al menos en los años que hablo es lo que más rechazo producía.
En la leprosería de Hornillos, había de todo: hospital, cine, telares, cárcel, talleres, imprenta, laboratorio, farmacia, bar, estafeta, estanco, baile, camposanto…, y me dispuse a recorrer todos los rincones con Emilio.
El lazareto disponía del mejor quirófano de la comarca, muchos paisanos de los alrededores nacieron en él, y por esa razón vino Emilio, acababa de finalizar medicina en la universidad de Alcalá de Henares, donde habían trasladado a 20.000 estudiantes de la Universidad Complutense de Madrid. Emilio había empezado tarde a estudiar, tenía ya 26 años y cuando le ofrecieron la plaza para estar en el quirófano de la leprosería no se lo pensó, el sueldo estaba bien y la lepra no le daba ni miedo ni asco. Y es que, pese a que el lazareto se ideó, en pleno siglo XX, a la antigua, como recinto sellado y aislado donde albergar la enfermedad maldita la vida imparable consiguió penetrar en él algunas veces, y enfermos y sanitarios a veces nos encontrábamos y empezábamos una vida juntos.
Nos casamos en la capilla del pueblo. No fue nadie. Sólo mis hermanos, mis padres seguían sintiendo rechazo a la enfermedad y no se acababan de creer que yo estuviera bien. Nadie de la familia de Emilio quiso ni siquiera conocerme. Vivimos en la leprosería casi 10 años, los más felices de nuestra vida. Nacieron nuestras dos niñas, gemelas y guapas, sin ningún atisbo de la enfermedad. El miedo que pasamos en el parto, no lo sabe nadie, pero cuando nos dijeron que las dos estaban bien, fue un alivio. En aquella época no se sabia que la lepra no era hereditaria, pero yo si sabia que yo no lo podía contagiar y que Emilio no era susceptible de ser contagiado, el me decía que yo era bacilífera, y yo le creía porque para eso él era médico.
Durante los diez años que vivimos allí, yo retomé mi trabajo de modista y empecé a hacer ropa a las enfermas que se encontraban allí, pero también a enfermeras y monjas, que tenían que vestir de calle y al cabo de dos años, tenía clientas que venían incluso de Madrid, vinieron a que les hiciera vestidos, estas traían la revista con el vestido que querían, algunas incluso traían la tela, que siempre era lo más difícil de conseguir en la leprosería, porque aunque había un telar era difícil conseguir que los colores y los dibujos salieran como en la revista.
Los sábados a las 8 todo el mundo iba al baile, en primavera y verano, las rosas estaban esplendorosas, había jazmines, incluso alrededor de la cocina había buganvillas que me parecían las flores más bonitas que había visto nunca, me dijeron que eran unas plantas que crecían cerca de las playas, y que había un camarero que las había plantado y que habían agarrado muy bien. El baile era lo mejor de la semana, todo el mundo iba al baile, a veces incluso algunos enfermos tocaban y todo el mundo bailaba.
Los domingos ponían cine, intentaban poner películas que no hicieran sufrir a los enfermos, mucha comedia de Fernando Esteso y Pajares y de Paco Martinez Soria. La verdad es que era una vida feliz, pero las niñas tenían ya cuatro años y aunque yo les había enseñado a leer, pensábamos que deberían ir a la escuela, y a mi ya me habían dado el alta. Emilio podría encontrar otro trabajo. Empezaba el calor, y pensamos que las niñas podrían empezar en la escuela en septiembre.
Como cada verano desde que nos casamos Emilio y yo íbamos a Parcent a ver a mi familia unos días. Aunque el pueblo no tenia playa estábamos muy cerca del mar y las niñas disfrutaban mucho. Mis padres ya se habían acostumbrado a que no teníamos ninguno lepra y nos trataban con normalidad. Después de unos días Emilio y yo decidimos volver a Hornillos y empezar a buscar otro destino laboral, y pensamos que las niñas estarían mejor durante el calor en casa de mis padres con mis hermanos que eran más jóvenes que yo y aún no estaban casados.
La vuelta fue extraña, era 1985 y en Hornillos había vuelto un misionero de Filipinas, donde parece ser que había mucha lepra, y allí a los leprosos les enviaban a la “isla de los muertos vivientes”, que realmente era una prisión. Se llamaba isla de Culión, en teoría aún pertenecía a España y eran muchos los misioneros que acababan allí y que se volvían medio locos. Y este era el caso del padre Damián, no se si ese era su nombre verdadero o se hacía llamar así por el padre Damián de la Isla de Molokai.
El padre Damián empezó a venir a la leprosería todos los días a dar misa, al principio todos éramos bien venidos, pero poco a poco, a los que no teníamos lepra se nos excluyó. Se creó una especie de secta que eran los del “pabellón 5”, y los que no estábamos en ese grupo, éramos increpados e incluso a Emilio le tiraron piedras.
Un día apareció pintado en la pared de nuestra casa “Hijos de Satanás” y ahí empezamos a asustarnos. Me acerque al monasterio benedictino a informarme sobre el grupo “el pabellón 5” y me dijeron que el famoso padre Damián, que también estaba contagiado de lepra, les había dicho que solo los hijos de Satanás se curaban de la lepra, y que había que luchar contra ellos porque estaban poseídos por el demonio. Me aconsejaron que huyéramos, que fuéramos a por nuestras hijas y no volviéramos.
No nos dio tiempo, cuando llegué a nuestra casa, habían cogido a Emilio, le habían crucificado y estaba ardiendo junto a todas nuestras cosas, al menos 50 personas le rodeaban y le gritaban “Muérete, hijo de Satanás, muérete”… Grité… y todos se volvieron hacia mi… corrí…corrí….pero me rodearon, me sujetaron y el padre Damián me sonrió y dijo “muere hija de Satanás” y me clavó un cuchillo en la yugular…
Esta historia pasó en realidad, y es la razón por lo que la colonia infantil del salto de Villalba fue definitivamente abandonada en el año 1972. En 1955 se había construido como residencia vacacional para los hijos de los ingenieros que trabajaban en la Central Hidroeléctrica del Salto de Villalba. Tenía dos pabellones, uno para niñas y otro para niños. El de niños estaba en la primera planta y para subir a él, se utilizaba una escalera en el exterior del recinto. El de niñas, que se llamaba Los castores, se entraba por ambos laterales de a planta baja, el de la derecha para las niñas menores de 9 años y el de la izquierda para las mayores. En la colonia se podía participar desde los 6 a los 13 años.
La colonia fue abandonada en 1969, y la hiedra poco a poco fue ocupando toda la residencia infantil, de vez en cuando alguien intentaba adecentar el espacio con la esperanza de que lo volvieran a abrir, y volver a oír los cantos y los juegos de los niños durante los veranos. Poco a poco, los del pueblo se fueron llevando las camitas de los niños y en realidad todos los elementos que podían servir para su casa.
Un día Julia, una chica del pueblo que venía a limpiar en casa de los ingenieros, pasando por la colonia abandonada se encontró a una niña de unos 5 años, sentada en la escalera de la colonia que ya estaba llena de hiedra, Julia preocupada se acercó a ella. “Hola, porque lloras? Qué te pasa?” La niña la miró y sin dejar de llorar dijo: “Dartañan se me ha escapado y se ha metido ahí (señalando una ventana que estaba rota del edificio)” Julia preguntó “¿quién es Dartañán?” La niña sin dejar de llorar y con muchos suspiros: “mi gato”.
Julia se sentó a su lado en un escalón intentando tranquilizar a la niña. “ a ver, como te llamas?” “ me llamo Amalia” dijo la niña. Julia la cogió de la mano, se dio cuenta que iba vestida con un baby, y que éste tenia arañazos y alguna rotura. Julia señalando el baby “Esto te lo ha hecho Dartañan? “ nooo, el es muy bueno, me quiere mucho, es mi único amigo” Julia siguió preguntando, “y tus padres? Porque estás aquí sola?”, la niña miró hacia el suelo y empezó a llorar más fuerte, mientras le apretaba muy fuerte la mano a Julia. “Por favor, salvarás a Dartañan?” Julia sin saber que hacer, asintió con la cabeza, soltó la mano de Amalia y se puso en pie.
Rodeó todo el edificio para ver si había una entrada más fácil que la ventana rota por la que había entrado Dartañan, pero no encontró nada, así que decidió romper del todo el cristal de la ventana para que el agujero permitiera su paso, le costó no cortarse con la cantidad de cristales que se habían quedado en punta, pero gracias a su agilidad lo consiguió.
Empezó a andar despacio, no había casi luz, ya que las persianas estaban cerradas, había vegetación por dentro, al menos cerca de las ventanas, el lugar era muy húmedo y Julia intentaba pisar con cuidado, no fuera a ser que el suelo que era de madera y que con tanta humedad estuviera podrido se quebrara y ella se quedara atrapada.
Oyó al gato y le gritó “Dartañan, Dartañan, ven bonito” pero nada el gato no vino, volvió a repetir el grito varias veces y oyó su maullido, pero el gato no se acercaba. Julia seguía andando despacio, sin tocar mucho porque le daba un poco de asco todo y además no sabía lo que tocaba, de repente oyó que el gato entraba en una habitación al fondo porque la puerta crujió y sonó, y Julia fue hacia allí, más deprisa para que el gato no se escapara. Empujo la puerta por la que había pasado el gato, era una puerta desvencijada con golpes, pensó que los del pueblo se habían pasado con esa habitación y entró.
Detrás de ella la puerta se cerró de un golpe, Julia miró hacia la puerta instintivamente, la puerta por dentro estaba nueva, pensó “Cómo puede ser?” de repente la habitación se llenó de luz pero la ventana seguía con las persianas cerradas.
Lo que Julia vio la puso mucho más nerviosa de lo que estaba. Era una habitación rosa, con una camita con una colcha rosa, el cabecero era blanco, había una mesilla a la derecha de la cama, y frente a la cama un armario blanco que estaba abierto y de donde colgaban muchos vestidos preciosos. Estaba claro que era la habitación de una niña, de una niña pequeña “¿De Amalia?” “¿Cómo puede vivir sola una niña en este lugar abandonado?” de repente se fijó en Dartañan tumbado sobre la cama y mirándola fijamente.
Julia sintió pánico, solo quería salir de allí corriendo, se fijó en las paredes estaban todas llenas de fotos, en todas aparecía Amalia, sonriente, con sus padres, con su gato, en el campamento, que imaginó que era esa colonia, con otras niñas de su edad… no pudo más se dio la vuelta para salir corriendo, y allí estaba Amalia, mirándola, llena de sangre, el babi manchado de sangre, tenia una herida en la cabeza y la sangre le goteaba por uno de sus ojos. Julia gritó y se echó hacia atrás, mientras gritaba: “vete, quién eres?”.
Amalia grito, mientras señalaba la foto de sus padres “ELLOS ME MATARON, AHORA TE TOCA A TI!!!!”.
En el pueblo nadie volvió a saber nada de Julia, se oían rumores de todo tipo, que Felipe uno de los ingenieros jóvenes que casualmente se había ido de permiso el día que Julia desapareció se la había llevado con él, pero cuando volvió de su permiso, lo aclaró todo. Los padres de Julia dieron parte de su desaparición a la Guardia Civil, pero hasta ahora nadie a sabido nada de ella, y aún nadie ha vuelto a entrar en la residencia abandonada.
Y ahora preguntaréis que cómo se exactamente lo que pasó, pues porque me llamo Amalia y sigo buscando a mi gato.
Fotos: Mario Alfonso
Historia: Eva Saez @zenalmor
Localizacion:
Antigua Colonia De trabajadores de «Unión Eléctrica Madrileña». Cuenca.
Hoy vamos a contar una historia verídica, algo que pasó en Madrid y de lo que durante muchos años se habló por todas partes. La historia de Conchita González de Velasco y Pérez, como pone en su sepultura.
El Doctor Pedro González de Velasco, que hoy da nombre a la calle del Dr. Velasco de Madrid -entre la calle Alfonso XII y la ronda de Atocha- había alcanzado un elevado estatus como anatomista en la España del siglo XIX, y ordenó la construcción de una mansión que, además de servirle como residencia, se utilizara como museo personal para la fantástica colección etnológica que poseía de sus numerosos viajes al extranjero. Dicha construcción neoclásica alberga en el presente el Museo Nacional de Antropología, justo enfrente de la estación de trenes de Atocha.
El museo se concibió en sus inicios como un importante punto de encuentro para el pensamiento liberal de la época, con una sala dedicada específicamente al estudio del Hombre y su relación con el cosmos. Además, contaba con un amplio repertorio de conchas de mar, plantas o esqueletos. Una joya que, sin embargo, empezó a perder brillo por un asunto personal que afectaba a la única hija del Dr. Velasco: Concha o Conchita como la llamaba su padre.
Conchita, de quince años, había contraído el tifus una década atrás, en 1864, y no mejoraba con el tratamiento que le había recetado el Dr. Mariano Benavente, amigo personal de Velasco, y padre no solo del premio nobel Jacinto Benavente, sino también de la pediatría actual. Don Mariano Benavente, al que las malas lenguas llamaban el médico del agua, ya que su tratamiento consistía fundamentalmente en ver como evolucionaba la enfermedad e ir paliando los síntomas hasta que el paciente mejorara y que diluía el nitrato de plata en agua para que las heridas no llegaran a infectarse y su cura fuera posible, había recetado a Conchita reposo durante meses y un control de su enfermedad a través de su supervisión.
Don Pedro Velasco, hastiado por la situación, cada día más crítica, le administró por cuenta propia un purgante que, según creyó, pondría fin a su enfermedad. Lejos de provocar el efecto deseado, tuvo el contrario, y la pequeña tuvo una hemorragia interna que acabó con su vida. Y ahí empezaron todos los males de Don Pedro, volviéndose loco. Según cuentan cuando llegó su compañero y amigo llegó a atender a Conchita, sin que pudiera salvarla, no dejaba de gritar «¿Por qué no me mataste a mí primero? ¡He matado a mi hija!».
Antes de ser enterrada, el Dr. Velasco utilizó todos sus conocimientos técnicos en la materia para embalsamar a la niña. El famoso anatomista, en ese sentido, nunca llegó a superar la muerte de su hija, e inundó su vida de retratos y fotografías de ella. Cualquier rincón de su casa, y de hasta su carruaje, contaba con la imagen de Conchita. Una vez terminada la mansión, en 1875, incluso construyó en su interior una capilla en su honor. La obsesión del doctor llegó al punto de exhumar el cadáver y transportarlo a su casa desde el Cementerio de San Isidro, con el absoluto rechazo de su mujer, cosa que ignoró completamente.
De hecho parece ser que cuando en una mañana de 1875 se abrió el ataúd, se encontraron con un cuerpo perfectamente conservado, de una naturaleza macabra. El Dr. Velasco, dicen, no pudo reprimirse y se abalanzó sobre el cuerpo, que abrazó con cuidado, proyectando una felicidad radiante y extraña.
Velasco, ya lejos de cualquier atisbo de cordura, decidió que no volvería a separarse de su hija, y que ésta le acompañaría el resto de su vida, aunque fuera en ese estado: como una momia. Así, el cuerpo de Conchita estuvo expuesto en una de las salas de la mansión, y una vez completado el proceso de momificación de forma efectiva, su padre ordenó que la vistieran, maquillaran, peinaran y adornaran con las más exclusivas joyas. Todo para recobrar un aspecto humano.
Cuentan las crónicas de entonces que el Dr. Velasco hablaba con ella, la sentaba a la mesa y hasta la llevaba a pasear al parque del Retiro. Incluso se dice que fue visto con el antiguo novio de la niña, el también doctor Nuñez Sedeño, subiendo por la noche a un carruaje con el cuerpo de una mujer inerte vestida de novia. En aquella época era frecuente que con 15 años se contrajera matrimonio, que era lo que hubiera sucedido si Conchita no hubiera muerto.
A la muerte de Don Pedro Velasco, la presión familiar hizo que, finalmente, y pasados los años, se le diera santa sepultura a Conchita, a la que se enterró en el cementerio de San Isidro junto a su padre. Asunto zanjado si no fuera porque ciertas versiones contradictorias, no confirmadas, apuntan a que el cuerpo de la niña fue hallado en una sala de la Facultad de Medicina de la Universidad Complutense de Madrid. ¿Cómo llegó hasta allí? ¿Porqué había un cuerpo de las mismas características con una etiqueta que decía «543, momia de la hija del Dr. Velasco»? ¿De quién era, si no?
La respuesta la dio el Dr. Enrique Dorado en una investigación de 1999. Dicho cuerpo, dice, era de Carmen Tarín y Perdiguero, una niña muerta por una tisis pulmonar y cuyo cuerpo fue entregado al Dr. Velasco para su investigación, y de ahí la confusión con la etiqueta. Carmen, al parecer, fue enterrada en un nicho defectuoso, y se momificó por las características químicas de un arroyo que pasaba junto al cuerpo, al exhumar su cadáver el padre de Carmen, un hombre amante de la ciencia, consideró que el descubrimiento era digno de estar en el museo antropológico y donó su cuerpo. En cualquier caso, pasados los años, diversos expertos apuntan a que todo lo que rodea a la hija del doctor es fruto de las supersticiones, de una leyenda, y que el cuerpo ni siquiera llegó a estar en la Universidad, sin embargo no son pocos los estudiantes que aseguran aún hoy en día como por las noches se oye perfectamente las conversaciones entre Don Pedro y Conchita.
Texto: Eva Saez, @zenalmor.
Fotos: Mario Alfonso, realizadas en Noviembre de 2017.
Localización: Sacramental de San Isidro en Madrid.
¡¡¡¿Donde esta mi puta mermelada?!!!¡¡¡¿Donde esta mi puta mermelada?!!!¡¡¡¿Donde esta mi puta mermelada?!!! en mi cabeza no dejaba de oírse esa frase, el señor se había dado cuenta de que faltaba el bote de su mermelada, pero Julia no sabía ni lo que era la mermelada, tenia 5 años y no sabía lo que era la mermelada, y aunque no dejaba que entráramos a hacer su habitación, todos sabíamos que tenia la bañera llena de comida y de bebida. Solo quería que mi hija probara la mermelada.
Estábamos hartos del hambre, de mendigar unas lentejas… y menos mal que los padres de Aurora tenían un economato lleno de latas y seguía abierto, la mayoría de las latas las intercambiaban por lentejas o pan o leche, pero comíamos muy poco y mal.
Y Julia, que solo tenia 5 años no había probado nunca la mermelada, ni siquiera sabía lo que era. En Madrid no había mucha fruta que conservar. Así que un día que vi la habitación sin el candado, use la llave maestra del hotel y entré en la habitación.
Era increíble, la bañera estaba llena de whisky, botellas y botellas de whisky, debajo de la cama, había latas de comida, botes de mermelada, había tantos, que no pensé que se fuera a dar cuenta, pero se dio cuenta. Ya me dijo Paquito el de la puerta «el Sr Hemingway es un mal hombre, tiene de todo pero no comparte nada».
Pues si, le estaremos muy agradecidos de que este en nuestro país siendo corresponsal de la guerra, pero buen sueldo que tendrá, creo que hace crónicas para el North American Newspaper Alliance, y le pagan una habitación en el Hotel Florida y encima se va a cenar todos los días al hotel Gran Vía, que es el único sitio de madrid donde se puede cenar con seguridad porque siempre tiene provisiones. Y el resto estamos con hambre, con hijos que lloran porque se acuestan sin cenar, repartiendo un puñado de lentejas para 8, y con una niña que no sabe lo que es la mermelada.
Nadie sabe que fui yo el que cogió la mermelada, me hubieran echado del hotel, y en ese momento en Madrid no hubiera encontrado otro trabajo, y aunque fuera poco, algo llevaba a casa. La señora Dolores que era la ama de llaves debió sospechar, porque ante los gritos del señor esa mañana durante el desayuno, se acercó a mi y me dijo «Andres, tu no sabes nada de la mermelada, no?», «yo que voy a saber Señora Dolores, yo que voy a saber» pero si sabia, si. Anoche nos la comimos entera, a cucharadas….
Nunca he dejado de escuchar Donde está mi puta mermelada? Hemingway se fue de España, la guerra acabó y en 1964 derribaron el hotel, yo ya no trabajaba allí, mis suegros me dejaron su economato y me dedique a él hasta que me morí de un infarto en 1972.
Mis antiguos compañeros del hotel, me decían que en el Hotel se veía un fantasma, que gritaba ¿donde esta mi puta mermelada? eso decían que pasaba cuando ya el hotel no iba bien, y estaban pensando en venderlo, y yo pensaba que lo decían para atraer turistas, que siempre hay gente que le gusta lo de la cosa de los fantasmas.
De hecho aunque no le di mayor importancia, no dejé de pensar en la mermelada de Hemingway, y cuando se hizo más famoso y todos leímos «Por quien doblan las campanas?», incluso yo llegué a leer «El viejo y el mar», seguía recordando el episodio de la mermelada, y no dejaba de recordar la cara de felicidad que puso Julia al saborear por primera vez la mermelada, años después Julia seguía diciendo que había sido la mejor mermelada que había tomado nunca, y la verdad es que nunca supimos de que sabor era, pero era algo que no habíamos probado nunca… o tenia tanto azúcar y nosotros tanto hambre que no fuimos capaces de reconocer.
Bueno, el caso es que en 1972, tuve un infarto y fallecí, y en ese momento escuche retumbando en mis oídos ¡¡¡Tu me has robado mi puta mermelada!!!, desde entonces, hace ya 45 años, no dejo de huir de un fantasma enfadado que me persigue por el mundo exigiéndome una mermelada que robe en 1937, porque mi hija de 5 años no había probado la mermelada y porque además tenía hambre.
Historia:
Autora: Zenalmor, Basada en una historia real sucedida en Madrid en 1936.
Fotos:
Autor: Mario Alfonso. De localizaciones en Portugal, Italia, Bélgica y Francia.
Fotos reales del hotel Florida durante la contienda del 36…
De hecho no recuerdo nada, ni siquiera la sensación de tiempo o espacio más allá de estas cuatro paredes donde los rayos solares jamás hacen acto de presencia. El tiempo para mí no es más que una nube de vapor, algo casi inexistente e inconsistente que pasa a mí alrededor y se desvanece como un fantasma ante una cámara. No hay forma de medirlo, pues no entra luz solar como ya dije, no hay ningún reloj ni ventanillas, y tampoco sonido alguno que me oriente en lo más mínimo. A veces aparecen cosas en la habitación, y en otras tantas desaparecen en intervalos irregulares; con la comida pasa lo mismo. Mis costillas resaltan entre la piel, y aunque no pueda ver su aspecto en medio de está horrible oscuridad, las siento abultarse en mis costados. Tengo un hambre atroz y mis delirios son constantes, lo sé por la cantidad de recuerdos difusos que se entre mezclan con lo que yo considero el mundo de los sueños. La frágil línea que separa la realidad de la ficción la tengo hecha añicos.
En ocasiones tengo la ilusión de que alguien me llama con una voz dulce, serena y melancólica proveniente de un lugar lejano e inalcanzable donde la esperanza abunda, el espacio-tiempo se dilata y se contrae en hermosos matices nunca percibidos. “Ven. Soy yo, Julia”, dice, y por un momento llego a ver a la propietaria de aquella voz tan dulce. Una sombra que poco a poco empieza a iluminarse; el contorno de unas largas y fuertes piernas rodeadas por un fino vestido de seda, una cintura contorneada contra la tela y, el rostro afligido de una mujer de la que no tengo la menor idea de quién es, pero con la vaga sensación de haberla conocido alguna vez. Luego la habitación empieza a cambiar, a iluminarse con luz fantasmal, una ventana aparece y a través de ella se ve un maizal. Una ligera brisa entra y se estrella contra mi rostro, es densa y repleta de ocre, las cortinas ondulan y el maizal se dobla en dirección al viento, y la mujer musita con aquella suave e inquebrantable voz fantasmal: “Ven. Sígueme”… Y entonces siento que no estoy en el suelo que soy capaz de sobrevolar el espacio, y entonces el lugar se vuelve a transformar y ahora se trata de una sala de teatro, de un escenario frente a las butacas, pero las butacas están rotas, destrozadas, y la voz dulce se transforma en una voz desagradable que ya no me susurra, sino me grita: «Ven», en ese momento todo vuelve a su ser, la voz desaparece.
Aquí las paredes son ásperas, secas. Son de un material desconocido para mí, pero guardan cierto parecido al yeso y al granito. No hay más que una vieja litera en un rincón, es dura y húmeda, por lo que suelo dormir en el suelo. La temperatura es fría y nunca cambia. Lo curioso de todo esto, es que nunca he encontrado señales de una puerta, he inspeccionado cada parte de está habitación con mis manos, y no encontrado nada más que las esquinas de mi prisión…
Sé que hay alguien ahí afuera y me observa, y ellos saben que lo sé.
Pero mi momento se está acercando. Escuchó los tambores y una voz electrónica habla desde un lugar. No le pongo atención, sea quien sea Julia, viene y esta vez yo me voy con ella. Su olor, su presencia se intensifica, y algo nauseabundo se hace presente. Mi corazón que está a punto de explotar en mi cabeza por la emoción, se llena con un incontenible pavor.
“Ven. Sígueme” dice la voz amable y dulce, aunque se que se transformará en la voz desagradable, me tengo que ir con ella antes de que se transforme, pero no se como seguirla.
El suelo bajo mis pies empieza a temblar. Una puerta se abre. Hay dos enormes siluetas observándome desde ella, ocultas por un letal resplandor de luz que sale a chorros detrás de ellos y que calcina mis ojos.
“Ven. Sígueme”
Y entonces levito.
La habitación empieza a desvanecerse.
Ah el maizal bañado por la dulce y densa brisa. Aquella mujer, y el sol resplandeciente frente. Y de fondo, aunque disminuyendo gradualmente, el sonido de un grito. ¿De mi garganta, tal vez? No lo sé, ni me importa. La sensación de levitar se intensifica, y con ella aquel lugar tan fantasmal empieza a tomar forma real. La oscuridad se va. La voz de la que se hace llamar Julia se vuelve sólida. Pero en el fondo de mi ser una incontenible agonía y un terror punzante se aperan de mí, e incrementa junto con los temblores.
De repente una visión de mi antiguo infierno aparece: el techo se desmorona, alaridos lejanos y llenos de dolor acuden a mis oídos, las paredes crujen y se desmoronan como arena, y entonces una mano pequeña y suave se posa sobre mi hombro, y aquella voz inquebrantable susurra: “Ya es hora. Sígueme”
Y entonces si la sigo, si se como seguirla.
TEXTO EXTRAIDO DEL TIMES, CON EL ENCABEZADO: UN FUERTE TERREMOTO SACUDE ITALIA. SEPTIEMBRE 24, 1950.
Ayer un fuerte terremoto con una intensidad de 6,7° en la escala de Richter sacudió el centro de Italia. Su epicentro es aún desconocido, y ciertamente ha desconcertado a la comunidad científica. Los expertos aseguran que por una razón inexplicable, no pudieron prever dicha catástrofe.
Los daños son severos. Hasta el momento más de mil voluntarios, en conjunto con los bomberos y otros departamentos del País, han estado removiendo escombros de los edificios derrumbados para auxiliar a posibles supervivientes. La tasa de víctimas de calcula con al menos 120 muertos confirmados en estos momentos; 50 heridos, y 25 de gravedad, de entre ellos 5 niños menores de cinco años de edad y 7 adultos de la tercera edad, además se sabe que una clase de primaria junto a su profesor Ricardo Cappelli, estaban en el momento dentro del teatro de Villa Moglia, asistiendo a una representación privada del grupo aficionado de teatro L´Alquila, hasta el momento no se sabe nada ni del profesor ni de los niños.
Repentinamente me desperté y estaba echada sobre algo realmente frío, frío y duro. Me estaban haciendo un reemplazo de cadera y alguien estaba levantando mi pierna y moviéndola en todas direcciones. Solo sentía dolor, mucho dolor, no estoy segura de lo que estaban haciendo con ella, solo era capaz de sentir un dolor inmenso. Entonces me di cuenta y pensé: Dios mío, estoy despierta. Sentí un terror inexplicable. Jamás en mi vida estuve más asustada. Lo único en que podía pensar era si no se darían cuenta, si seguirían moviéndome la pierna, solo trataba de decir «estoy despierta, estoy despierta», pero no podía mover ni un solo músculo.
Fue terrible. No podía gritar. Ni siquiera podía mover mis brazos o mis piernas. Estaba haciendo lo posible, realmente aterrorizada. Debí estar así durante unos tres o cuatro minutos, no sabía que me pasaba y empecé a recordar todo el proceso que me había llevado hasta ese quirófano, recordé las pruebas que me habían realizado, el preoperatorio, hasta que llevaba más de 24 horas ingresada en ese horrible hospital porque el cirujano había pensado que era mucho mejor que me pusieran mis propias plaquetas antes de la operación.
Recordé el tiempo esperando antes de que me bajaran en la cama de la habitación, recordé que me dejaron aparcada en la puerta del quirófano al menos una hora, recordé que oía a los médicos y enfermeras hablando animadamente, y que yo me sentía realmente asustada.
Recordé cuando metieron la cama en el quirófano, el frío que hacía dentro, que me ayudaron a pasarme de la cama a la camilla dura, recordé que estaba desnuda y que me moría de frío, recordé que una enfermera me tapó con una sábana y me preguntó que como estaba y que rápido llegaría la cirujana.
Recordé al anestesista, que ya le había conocido en el preoperatorio, pero que solo me preguntó que cuanto pesaba y que me pareció desagradable y que me miró pero no me habló, se limitó a manipular una máquina que estaba en la cabecera de la camilla.
Recordé una cabeza que se acercaba mucho a mi, me dijo que era la cirujana que se llamaba Teresa Arjonilla, y que me iba a operar colocándome una prótesis que me ayudaría a caminar mejor, no podía dejar de oler su aliento a tabaco y a anís, y pensé que esperaba que lo hiciera bien, a pesar de que hubiera bebido porque estaba realmente asustada.
Recordé que el anestesista me dijo que pensara en algo agradable que así soñaría con cosas bonitas, y yo no podía dejar de pensar en la película The ring, que habían echado la noche antes en la televisión, y me costó mucho dormir porque esas películas de terror psicológico me asustan mucho.
Entonces no se si lo recordé o simplemente lo deduje que me habían puesto una droga paralizante y que esa era la razón por la cual no podía mover ni un músculo. Algo debió pasar en ese momento, les oía hablar de que les costaba poner algo, de que estaba gorda y que era difícil acceder, y que me tendrían que poner morfina, y en ese momento dejé de tener dolor, en ese momento me dormí.
Cuando me desperté, me encontraba en el mismo quirófano, pero estaba vacío no había nadie, había un silencio sepulcral, miré a ver si seguía teniendo la vía, pero no era capaz de verme el brazo, no sentía nada, intenté tocarme la cadera, pero no era capaz de moverme, no sentía nada, no sentía mi cuerpo.
No se cuanto tiempo pasó, yo seguía sin poder moverme y seguía siempre sola, no entendía porque no venía ninguna enfermera o auxiliar, no podía gritar, pero al menos no me dolía nada…
Cada vez que me despertaba notaba que el quirófano había envejecido, se estaba estropeando y nadie hacía nada, no lo entendía. Un día oí voces, eran 3 adolescentes con pintas de raperos que llenaron todo el espacio de pintadas con sprays, empujaban las cosas, tiraban al suelo utensilios y finalmente hicieron un fuego. Ellos no me veían.
Y entonces me di cuenta, de que en el quirófano no me pusieron morfina, en el quirófano me morí… de dolor.
Me aburría, me aburría tanto que empecé a buscar juegos que pudiera jugar yo solo. Hacía 10 días que había cumplido 12 años, la edad que mis padres me dijeron que debería tener para que me regalaran un smartphone y habían cumplido su promesa, ya tenia mi smartphone, no era el iPhone 7 que era el que tenia mi hermana, pero mi madre me dijo que ese hasta que no tuviera 16 nada de nada, y fue tan tajante que la creí.
Así que tenía 12 años y tenía un móvil con internet, y ya tenia mi cuenta de instagram, de snatchat y mi facebook, vamos que ya era «normal», pero a pesar de todo me aburría, así que empecé a buscar en internet juegos para jugar solo, y de ahí vi un enlace en el que me animaban a jugar al «Hitori Katurenbo», yo leía manga, me encantaba el manga, me encantaba Japón, así que pinche en el enlace.
Tenia 12 años y pensaba que yo solo podría comerme el mundo, no le tenia miedo a nada y leí todo lo que ponía era un ritual para convocar y conectar con los espíritus o fantasmas. El enlace daba por hecho que la tierra está poblada por esos entes, pero no los pueden ver casi nadie, y la mayoría de las veces los fantasmas están buscando un cuerpo que poseer. Este ritual invocará a uno de estos espíritus, ofreciéndole un cuerpo que poseer, pero en vez de ser un cuerpo humano, será el de un peluche.
Así que como yo ya tenía 12 años y no me gustaban los peluches porque yo ya era mayor, decidí coger a mi elefante de peluche y hacer el juego con él. Me fui al hospicio con el. El Hospicio es un enorme edificio abandonado que se encuentra a un kilómetro más o menos de mi casa cruzando un descampado, no hay viviendas alrededor, solo zarzas y ya habíamos conseguido entrar una vez el verano pasado, esa vez no iba solo, fuimos tres amigos y la verdad es que nos costó entrar, pero había una ventana que se podía abrir desde fuera y confiaba que aún siguiera así.
En casa tenia que hacer una serie de cosas, antes de hacer el juego, cogí un cuchillo de la cocina y le abrí en canal, le saque todo el relleno, y lo volví a rellenar con arroz, y mezclé con el arroz mis uñas cortadas (menos mal que no era muy de cortarme las uñas y las tenía largas) y me hice un corte en el dedo y eche unas gotas de mi sangre. Lo peor fue que luego tuve que coser la tripa del elefante con hilo rojo, y no fui capaz de encontrar hilo rojo, así que me acordé del hilo de pescar de mi padre, que era rojo, porque según el se ve mejor en le río, y le cogí para ir cosiendo la tripa haciendo agujeritos con unas tijeras y metiendo y sacando el hilo de pescar, tardé una eternidad, pero finalmente até los extremos y parecía que aguantaría.
Así que con el muñeco cosido me fui hacia el Hospicio, era de noche por lo que sabía que me iba a costar encontrar la ventana, el muñeco pesaba más que antes y además llevaba un kilo de sal, por lo que no iba muy cómodo, y la linterna, vamos que iba equipado…
Encontré bastante rápido la ventana, me acordaba del verano que estaba al lado de una columna muy grande, y además no había tantas zarzas como recordaba por lo que llegar fue bastante más fácil de lo que pensaba.
Entré y con la linterna exploré, el lugar daba más miedo de lo que recordaba, el corazón me iba a 1000 por hora, pero yo ya tenía 12 años y no tenía miedo a nada, así que me aguanté las ganas de irme corriendo y seguí explorando hasta que encontré un baño con bañera, recordaba haberlo visto en el verano, por eso cuando vi que el Hitori Katurenbo necesitaba de una bañera me acordé del Hospicio.
Llené la bañera de agua, menos mal que había, en eso no había pensado, pero salió con barro pero salió agua, al menos para llenarla, le eche el paquete entero de sal, y me propuse a bautizar al elefante: Se llamará Bruno, siempre me ha gustado ese nombre, mi madre me contó una vez que estuvieron a punto de ponérmelo a mi, pero finalmente me pusieron Angel, como mi padre.
A las 3 de la madrugada, repetí el nombre del muñeco 3 veces y, a continuación, dije: “es mi turno“. Puse el muñeco en la bañera con el agua salada. Apagué la linterna y en total oscuridad metí mis brazos dentro de la bañera y los moví hasta dar con el muñeco, cuando lo encontré dije en alto “te encontré Bruno“. y con un lápiz le apuñalé. Solté al elefante encima de una especie de cama, y con la linterna encendida corrí a esconderme. En el juego de internet ponía que no había que dejar de moverse, porque mis uñas y mi sangre que había metido dentro crea un nexo conmigo y hará que el muñeco me encuentre. También ponía que apuñalara al muñeco con un lápiz, porque era el arma que el muñeco usaría para apuñalarme si me encontraba, así que imagina que el juego es verdad y el elefante me apuñala con un cuchillo.
El caso es que ya se ha hecho de día y el muñeco no me ha encontrado, y ahora se que para acabar el ritual tengo que encontrarle volverle a meter en la bañera salada, meterlo tres veces, secarlo y salir fuera a quemarlo, pero no encuentro al muñeco por ninguna parte, y en internet ponía que si dejas el ritual a medias pueden pasar muchas cosas malas a ti y a tu familia.
Es hora de irme son ya las 8 de la mañana, mis padres se van a dar cuenta de que me he ido esta noche, salto por la ventana y volveré a casa. Espero que todos estén bien. Durante el camino de vuelta tenía la sensación de que alguien me seguía, no dejaba de mirar a mi alrededor pero no veía a nadie, cruce el descampado, desde allí el hospicio parecía mucho más grande, de repente el elefante se me abalanzó, pero no llevaba un lápiz, llevaba un enorme cuchillo que sujetaba perfectamente y que me clavó en el cuello, dejándome desangrar en medio del descampado.
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